La Historia se entiende mal, hay lagunas, incertezas, inexactitudes, pero ¿qué me dicen ustedes de la Prehistoria?
Por octubre, a la vuelta de la facultad, tendía yo mi ropa en el patio interior de mi edificio de doce plantas. Desde la lavadora transporto la ropa húmeda en un badil, que no cabe de ninguna manera en el espacio estrechísimo entre la pared y el balconcillo del que parten las cuerdas correderas, así que siempre me veo obligado a sostener con un muslo ese recipiente cargado de ropa, en posición incómoda y casi acrobática.
Aquel día de octubre me entretuve mentalmente –mientras colocaba las pinzas a mis camisas y pantalones y calcetines y demás- en darle vueltas a la pregunta que formulé aquella mañana en la clase de Prehistoria, a saber: ¿por qué el humano tardó cientos de miles de años -nada menos, miles de siglos!- en perfeccionar el aguzado de las piedras que usaban como cuchillo para rasgar pieles o para fabricar útiles? ¿No era demasiado tiempo para algo tan fácil?
El catedrático me respondió con evasivas, o sería que yo no entendí sus tecnicismos, o, casi seguro, que él no se plantea idioteces del estilo.
A ver, desde el periodo en que el humano paleolítico con tres golpes de un pedruzco sobre otro pedruzco comenzó a fabricar herramientas ligeramente cortantes –de un afilado insultante, vaya, un bifax de esos, con el que podrían jugar sin peligro hoy los niños de una guardería-, hasta el periodo en que los humanos neolíticos llegaron a diseñar esos inquietantes cuchillos de piedra que rasgan la panza de un oso muerto con un corte limpio como de autopsia con bisturí... pues, digo, transcurrieron la nadería de cientos de miles de años. Me pregunto cómo le daban aquellos primeros desganados primitivos a una piedra tres cansinos golpes y se quedaban contentos mesándose la barba: ¡dadle treinta golpes, homo, ochenta, a la piedra! ¿o qué tenéis que hacer toda una tarde de lluvia metidos en una cueva?
Por abril, también tendía yo mi ropa -en mi semanal lucha contra el badil cargado de ropa siempre a punto de caerse al suelo y en equilibrio inestable entre mi muslo y la pared...- pero mi cerebro se había automatizado sin remedio (automatizado, obsesionado, enquistado...) : era colocar las pinzas sobre los calcetines, y, maniático perdido, pensar y pensar en el misterio de cómo pudieron emplear nuestros antepasados nada menos que cientos de siglos en pasar desde ese par de toscos golpes sobre un pedruzco hasta la fina y selecta colección de amenazadoras puntas de flecha y navajas y gruesas agujas hipercortantes. Si total, ¡era todo piedra!
En junio ¡plaf!, mismos pensamientos al tender la ropa, pero el badil con toda mi ropa, húmeda y delicada, cayó al suelo del habitáculo junto a la lavadora –sucísimo suelo, además: que yo sepa jamás lo habíamos barrido ni fregado en todo un año-.
-¡Mira que eres bruto! ¿por qué te empeñas en tender así la ropa?
Mi compañero de piso, masticando desganado una tostada con margarina, negaba con la cabeza sentado en la cocina.
-¿Tender cómo? ¿tú cómo haces?
-¡Hay que joderse, macho!, yo no uso el badil, que eres tonto... yo saco la ropa de la lavadora, la coloco justo encima y abro el ventanuco. Y desde donde tú te encuentras justo ahora metes el brazo y sacas hacia fuera tranquilamente cada prenda...
Miro desde el habitáculo, como un idiota confuso, a mi compañero a través del ventanuco, alargo el brazo y alcanzo y palpo con disimulo pero sin esfuerzo la tapa superior de la lavadora . Tras siete meses de ejercicios acrobáticos muslo-badil-pared- en el habitáculo de los productos de limpieza, y tras treinta lavados con sus treinta prelavados, sólo aquella mañana abandoné al fin el bruto paleolítico para abrazar el refinado y civilizado neolítico.
La evolución hacia la perfección, por sí sola -pienso,- es mentira. La Historia avanza a base de simples accidentes fortuitos que derrotan la dañina y humana fuerza de la costumbre.