TODOS LOS CAMINOS NO LLEVAN A ROMA
Aeropuerto de Málaga, 2 de enero, yo ojeaba un periódico sentado en un banco esperando la llegada de un conocido con el vuelo retrasado, junto a mí una mujer morena y algo pálida, de aspecto extranjero, me preguntó la hora en inglés; un minuto más tarde volvió a preguntarme si yo era de aquí, me giré del todo hacia ella, esa pregunta ya había sobrepasado la simple necesidad de información, y antes de esperar mi respuesta me dijo, esta vez en francés, “Je m’appel Shamira”. Entendí que estaría aburrida o algo. Pero no se trataba de eso, sino que todavía disfrutaba, como comprendí más tarde, del simple y para ella aún novedoso hallazgo de dirigirle la palabra a un hombre y hablarle sin que éste antes le hubiera formulado una pregunta directa. Hace ocho meses, sin más, le estaba prohibido.
Shamira es una mujer afgana. No le pregunté la edad pero andaría por unos escasos cuarenta. Hablamos en francés. Ella esperaba un vuelo para volver a Lyon donde vive desde hace pocos meses y donde ha aprendido ya un francés rudimentario pero efectivo. No le pregunté cómo ni por qué abandonó Wardak, su provincia natal, cerca de la capital, ni cómo se estableció en Francia, ni tampoco qué se le había perdido en la Costa del Sol, pero se la veía radiante y despreocupada, casi deslenguada, mientras me contaba su vida. Y yo encantado de escuchar de primera mano las palabras de, nada menos, una mujer del país considerado por la ONU como el más misógino del planeta.
De niña –me contó- no la mandaron al colegio, no aprendió a leer ni a escribir (de hecho sospecho que aún no sabe). Lógicamente a partir de la pubertad le colocaron un burka para salir a la calle. No podía dirigirle la palabra –por ser mujer- a ningún hombre, ni hablar con ellos sino sólo, si acaso, para responder a sus preguntas. Su vida se limitaba entonces a llevar las duras labores de la casa y a esperar a que su padre apareciera un día con un tipo con el que casarla, lo que le supondría salir de casa y no ver más a su familia.
La casaron con 17 años –con suerte no a los 13 o 14, como al 60% de la población femenina- con un hombre que conoció el día anterior a la boda, cincuentón, barbudo y falto de dientes. Hombre que murió años cinco años después. La condición de viuda en Afganistán aún en casi todo el país conlleva la imposibilidad –si no legal si real- de tomar un nuevo marido que te dé de comer. A lo que añadir que las mujeres allí tienen prohibido trabajar. Y mejor no enfermar, que un médico si es hombre no te puede tratar, y mujeres que ejerzan la medicina hay algunas, sí, permitidas por el régimen, pero contadas y en las ciudades. Parió a dos hijos durante su matrimonio-secuestro. Uno nació muerto tras un parto de riesgo, sin un médico hombre que se prestara al auxilio (la creencia islámica –no escrita- al respecto consiste en que en cualquier habitación entre una mujer y un hombre extraño se manifiesta de repente siempre un tercero: el diablo).
Mientras me contaba esas penalidades me vinieron a la memoria dos películas ambientadas en la época talibán y que tuve la ocasión de ver en su día, “Osama” y “Kandahar”. “Pero un momento -le dije polemizando tímidamente- me estás contando cómo era tu país antes, bajo el poder de los talibanes, ahora no puede ser igual…” Me miró con ojos lunáticos, abrió su bolso y rebuscó en unos papeles que sacó y me enseñó. “¿Conoces a Karzai, el presidente actual?” “Claro, el que gobierna en Afganistán” “Mi país es técnicamente un protectorado de la ONU, la OTAN y los Estados Unidos, con un presidente local que en la práctica no gobierna en todo el territorio, sino casi sólo en la capital.” “Bueno sí, claro” mentí, reconozco que no estaba yo muy al día de los acontecimientos en un país tan lejano y todo frío, calor, sequedad y polvo. “Karzai hace unos meses impulsó una ley en el parlamento por la cual los maridos tienen derecho a ejercer sexo con sus mujeres como mínimo cada cuatro días. Esa ley fue así redactada por las presiones internacionales, la ley que inicialmente se deseaba promulgar negaba la comida y el sustento a las esposas remisas a satisfacer al cónyuge. Y piensa que el 80% de las mujeres son entregada a un hombre contra su voluntad. Esa es la situación sólo en Kabul y alrededores, adonde llega la ley, porque en las ciudades alejadas y en las poblaciones pequeñas asuntos como las violaciones a preadolescentes en el ámbito familiar hace ya mucho tiempo que no son noticia.” “Pero –insistí- yo he leído que hay un 25% de mujeres diputadas en el Parlamento afgano, ¿no hacen nada? ¿no protestan?” Shamira sonrió. “No les está permitido hablar, simplemente. Se sientan es los escaños para justificar los cambios políticos, pero los diputados se escandalizaron la primera vez que les dirigió la palabra una diputada, y no ocurrió más. Es como el aparente incremento de niñas escolarizadas en el país: están inscritas en los listados de la clase pero sus padres no les permiten asistir al colegio”.
Se acercó un hombre de aspecto europeo; Shamira no estaba sola. Le trajo un refresco, me miró pero no me dijo nada y se marchó. De repente todo me pareció la secuencia de una película de espías. “En 2002, en Kabul, -continuó ella- me dieron trabajo en un organismo estatal. El nuevo gobierno pretendía demostrar que también las mujeres podían y debían trabajar fuera del hogar. Pero en pocos meses me despidieron, a mí y a casi todas, que sólo sabíamos bordar y cocinar, nos dijeron, que no servíamos para el trabajo de oficina, …” “Pero ¿ibas a la oficina en burka?”, le pregunté (reconozco que los occidentales estamos obsesionados por esa prenda). “El burka es una defensa, no es lo peor para las mujeres allí”. “¿Cómo una defensa?” “Si no te lo pones algunos hombres pueden agredirte en cualquier esquina, tal vez no en las avenidas de Kabul, pero mi país es muy extenso, y los escasos derechos de las mujeres no llegan demasiado lejos…”. Me miraba fijamente a los ojos, parecía disfrutar en cada momento de la sensación de posar sus ojos libremente en un hombre y de ser mirada desde pocos centímetros por un extraño. “Lejos de Kabul todo está prohibido para una mujer, y no sólo estudiar o ser visitada por un médico, sino también montar en bicicleta, visitar a un sastre para que te tome medidas, ser fotografiada, practicar deporte, pintarnos las uñas, usar zapatos de tacón, participar en fiestas… A mí una vez unos hombres hasta me recriminaron porque estaba asomada al balcón de mi casa.”
Volvió el tipo, le susurró algo y Shamira se levantó. Me levanté yo también y le alargué la mano para despedirme pero ella no parecía quererse perder ni un solo hallazgo occidental y me dio dos besos. “En España son dos besos ¿no?” , y la vi encaminarse hacia el interior del aeropuerto.
Me quedé pegado al asiento, todo había durado quince minutos pero me parecieron diez siglos. Queriendo volver a la realidad abrí el periódico para seguir leyendo pero al pasar tres páginas me topé con una noticia en un ángulo inferior: “Las tropas españolas destacadas en Afganistán celebran el Año Nuevo”. Nada especial, con la foto normal y festiva para estos casos, y que cualquier otro día hubiera pasado de largo. Pero esta vez sí que me entretuve leyendo el texto, del que me llamó la atención la insistencia en la denominación de la misión de nuestros soldados: pacificadora y humanitaria. Humanitaria… Los soldados de los países más ricos, patrullando durante diez años con tanques y armamento ultratecnológico, hasta el momento han resultado del todo ineficaces para conseguir algo tan pequeño como que las niñas de cualquier población afgana puedan pisar una escuela donde aprender a leer y a escribir, o que tan sólo saquen un tobillo al aire sin que les zurren en plena calle. ¿Y si no era para imponer la libertad, para qué hemos ido? Afganistán es un Protectorado ¿para proteger sólo a los varones? En 2014 –para colmo de males locales- está previsto el retiro total de tropas, con los talibanes acechando aún por todos los frentes y ganando terreno. Buen trabajo Occidente… Hasta Roma –con la espada, sí- lo hacía mejor hace veinte siglos, que explotaba económicamente a los países conquistados, vale, pero al menos les imponía también su Derecho, todo un progreso legal para la época, Derecho que –por algo será- aún se estudia en todas las universidades del planeta.
Aeropuerto de Málaga, 2 de enero, yo ojeaba un periódico sentado en un banco esperando la llegada de un conocido con el vuelo retrasado, junto a mí una mujer morena y algo pálida, de aspecto extranjero, me preguntó la hora en inglés; un minuto más tarde volvió a preguntarme si yo era de aquí, me giré del todo hacia ella, esa pregunta ya había sobrepasado la simple necesidad de información, y antes de esperar mi respuesta me dijo, esta vez en francés, “Je m’appel Shamira”. Entendí que estaría aburrida o algo. Pero no se trataba de eso, sino que todavía disfrutaba, como comprendí más tarde, del simple y para ella aún novedoso hallazgo de dirigirle la palabra a un hombre y hablarle sin que éste antes le hubiera formulado una pregunta directa. Hace ocho meses, sin más, le estaba prohibido.
Shamira es una mujer afgana. No le pregunté la edad pero andaría por unos escasos cuarenta. Hablamos en francés. Ella esperaba un vuelo para volver a Lyon donde vive desde hace pocos meses y donde ha aprendido ya un francés rudimentario pero efectivo. No le pregunté cómo ni por qué abandonó Wardak, su provincia natal, cerca de la capital, ni cómo se estableció en Francia, ni tampoco qué se le había perdido en la Costa del Sol, pero se la veía radiante y despreocupada, casi deslenguada, mientras me contaba su vida. Y yo encantado de escuchar de primera mano las palabras de, nada menos, una mujer del país considerado por la ONU como el más misógino del planeta.
De niña –me contó- no la mandaron al colegio, no aprendió a leer ni a escribir (de hecho sospecho que aún no sabe). Lógicamente a partir de la pubertad le colocaron un burka para salir a la calle. No podía dirigirle la palabra –por ser mujer- a ningún hombre, ni hablar con ellos sino sólo, si acaso, para responder a sus preguntas. Su vida se limitaba entonces a llevar las duras labores de la casa y a esperar a que su padre apareciera un día con un tipo con el que casarla, lo que le supondría salir de casa y no ver más a su familia.
La casaron con 17 años –con suerte no a los 13 o 14, como al 60% de la población femenina- con un hombre que conoció el día anterior a la boda, cincuentón, barbudo y falto de dientes. Hombre que murió años cinco años después. La condición de viuda en Afganistán aún en casi todo el país conlleva la imposibilidad –si no legal si real- de tomar un nuevo marido que te dé de comer. A lo que añadir que las mujeres allí tienen prohibido trabajar. Y mejor no enfermar, que un médico si es hombre no te puede tratar, y mujeres que ejerzan la medicina hay algunas, sí, permitidas por el régimen, pero contadas y en las ciudades. Parió a dos hijos durante su matrimonio-secuestro. Uno nació muerto tras un parto de riesgo, sin un médico hombre que se prestara al auxilio (la creencia islámica –no escrita- al respecto consiste en que en cualquier habitación entre una mujer y un hombre extraño se manifiesta de repente siempre un tercero: el diablo).
Mientras me contaba esas penalidades me vinieron a la memoria dos películas ambientadas en la época talibán y que tuve la ocasión de ver en su día, “Osama” y “Kandahar”. “Pero un momento -le dije polemizando tímidamente- me estás contando cómo era tu país antes, bajo el poder de los talibanes, ahora no puede ser igual…” Me miró con ojos lunáticos, abrió su bolso y rebuscó en unos papeles que sacó y me enseñó. “¿Conoces a Karzai, el presidente actual?” “Claro, el que gobierna en Afganistán” “Mi país es técnicamente un protectorado de la ONU, la OTAN y los Estados Unidos, con un presidente local que en la práctica no gobierna en todo el territorio, sino casi sólo en la capital.” “Bueno sí, claro” mentí, reconozco que no estaba yo muy al día de los acontecimientos en un país tan lejano y todo frío, calor, sequedad y polvo. “Karzai hace unos meses impulsó una ley en el parlamento por la cual los maridos tienen derecho a ejercer sexo con sus mujeres como mínimo cada cuatro días. Esa ley fue así redactada por las presiones internacionales, la ley que inicialmente se deseaba promulgar negaba la comida y el sustento a las esposas remisas a satisfacer al cónyuge. Y piensa que el 80% de las mujeres son entregada a un hombre contra su voluntad. Esa es la situación sólo en Kabul y alrededores, adonde llega la ley, porque en las ciudades alejadas y en las poblaciones pequeñas asuntos como las violaciones a preadolescentes en el ámbito familiar hace ya mucho tiempo que no son noticia.” “Pero –insistí- yo he leído que hay un 25% de mujeres diputadas en el Parlamento afgano, ¿no hacen nada? ¿no protestan?” Shamira sonrió. “No les está permitido hablar, simplemente. Se sientan es los escaños para justificar los cambios políticos, pero los diputados se escandalizaron la primera vez que les dirigió la palabra una diputada, y no ocurrió más. Es como el aparente incremento de niñas escolarizadas en el país: están inscritas en los listados de la clase pero sus padres no les permiten asistir al colegio”.
Se acercó un hombre de aspecto europeo; Shamira no estaba sola. Le trajo un refresco, me miró pero no me dijo nada y se marchó. De repente todo me pareció la secuencia de una película de espías. “En 2002, en Kabul, -continuó ella- me dieron trabajo en un organismo estatal. El nuevo gobierno pretendía demostrar que también las mujeres podían y debían trabajar fuera del hogar. Pero en pocos meses me despidieron, a mí y a casi todas, que sólo sabíamos bordar y cocinar, nos dijeron, que no servíamos para el trabajo de oficina, …” “Pero ¿ibas a la oficina en burka?”, le pregunté (reconozco que los occidentales estamos obsesionados por esa prenda). “El burka es una defensa, no es lo peor para las mujeres allí”. “¿Cómo una defensa?” “Si no te lo pones algunos hombres pueden agredirte en cualquier esquina, tal vez no en las avenidas de Kabul, pero mi país es muy extenso, y los escasos derechos de las mujeres no llegan demasiado lejos…”. Me miraba fijamente a los ojos, parecía disfrutar en cada momento de la sensación de posar sus ojos libremente en un hombre y de ser mirada desde pocos centímetros por un extraño. “Lejos de Kabul todo está prohibido para una mujer, y no sólo estudiar o ser visitada por un médico, sino también montar en bicicleta, visitar a un sastre para que te tome medidas, ser fotografiada, practicar deporte, pintarnos las uñas, usar zapatos de tacón, participar en fiestas… A mí una vez unos hombres hasta me recriminaron porque estaba asomada al balcón de mi casa.”
Volvió el tipo, le susurró algo y Shamira se levantó. Me levanté yo también y le alargué la mano para despedirme pero ella no parecía quererse perder ni un solo hallazgo occidental y me dio dos besos. “En España son dos besos ¿no?” , y la vi encaminarse hacia el interior del aeropuerto.
Me quedé pegado al asiento, todo había durado quince minutos pero me parecieron diez siglos. Queriendo volver a la realidad abrí el periódico para seguir leyendo pero al pasar tres páginas me topé con una noticia en un ángulo inferior: “Las tropas españolas destacadas en Afganistán celebran el Año Nuevo”. Nada especial, con la foto normal y festiva para estos casos, y que cualquier otro día hubiera pasado de largo. Pero esta vez sí que me entretuve leyendo el texto, del que me llamó la atención la insistencia en la denominación de la misión de nuestros soldados: pacificadora y humanitaria. Humanitaria… Los soldados de los países más ricos, patrullando durante diez años con tanques y armamento ultratecnológico, hasta el momento han resultado del todo ineficaces para conseguir algo tan pequeño como que las niñas de cualquier población afgana puedan pisar una escuela donde aprender a leer y a escribir, o que tan sólo saquen un tobillo al aire sin que les zurren en plena calle. ¿Y si no era para imponer la libertad, para qué hemos ido? Afganistán es un Protectorado ¿para proteger sólo a los varones? En 2014 –para colmo de males locales- está previsto el retiro total de tropas, con los talibanes acechando aún por todos los frentes y ganando terreno. Buen trabajo Occidente… Hasta Roma –con la espada, sí- lo hacía mejor hace veinte siglos, que explotaba económicamente a los países conquistados, vale, pero al menos les imponía también su Derecho, todo un progreso legal para la época, Derecho que –por algo será- aún se estudia en todas las universidades del planeta.