Soy la bala que va a atravesar el cerebro del soldado, no inmediatamente, aún me queda un largo segundo de tiempo de viaje en trayectoria recta, pero ya hacia su trinchera fangosa me dirijo silbando, hacia su cráneo excesivamente frágil que no resistirá mi velocidad de proyectil puntiagudo que gira y gira.
Dicen que el cráneo de los humanos esconde una masa que mueve al resto del cuerpo, y que esa masa se sabe a sí mismo, que recuerda el pasado y que imagina el futuro, eso dicen del cerebro... pero yo sólo soy una bala: metal recalentado y prisas por llegar.
Ya estoy cerca, muy cerca, y si miro ante mí adivino el espacio entre sus cejas por donde no voy a poder evitar colarme y causar muchos destrozos, ¿y cómo puedo ser yo tan importante? ¿cómo algo tan diminuto puede salpicar tanta sangre y detener tanto músculo y quebrar tanto hueso y tantos nervios y tejidos en movimiento?
Eso una bala no lo entiende.
Más cerca ya, ya siento su palidez, ya casi huelo su miedo... me mira, creo, el soldado... y no se mueve... ¡Pero muévete, soldado! Que voy... ¡apártate! No puede moverse, ya sé que es poco tiempo, que un segundo para una bala es el tiempo de toda una vida, mientras que para el soldado es menos que la casi nada.
¡Contacto!
He llegado..., ya rozo, y ya agujereo, ya he sobrepasado el hueso, y ya quemo y penetro por su piel de mantequilla, y ya me he detenido –al fin- en su masa cerebral, espesa, arrugada y gris, como me habían contado.
Qué silencio aquí.
Y qué extraño, no ocurre nada... Nada se mueve, el soldado no se inmuta, ninguna catástrofe reseñable, ningún grito de queja o de dolor.
Sólo percibo, cuando me tranquilizo, que he impactado contra algo metálico, como yo, alargado y en punta y que, como yo, aún quema.
Ha debido de llegar, imagino, un rato antes.