Ya suena el timbre.
He dejado que el discapacitado llegue antes que yo al aula, me agrada pensar que por un día no llegará el último. Pretende abrir la puerta, pero en vano: con una muleta en cada brazo parece una misión imposible si no quiere perder el equilibrio o dejar caer los apuntes por el suelo. Giro yo el pomo, metiendo la mano desde su espalda y sonriéndole con cara de bueno. Él en cambio no me mira ni me dice palabra, sólo entra y cierra de inmediato con un sonoro portazo que por un milímetro no me destroza la nariz. Por la ventanuca, no contento, me hace un gesto desagradable, como de reprobación.

-¡Mierda! –exclaman por detrás dos compañeros que llegan jadeando al examen- ¡El lisiado ya ha entrado!
Los miro extrañado: ¿”El lisiado”?
-Vienes poco a clase tú ¿no? Sustituye al catedrático desde hace un mes y no permite que “nadie con piernas sanas” entre en el aula más tarde que él.
Giro la cabeza y observo por la ventanuca con qué dificultad mecánica el profesor discapacitado sube los tres escalones y alcanza el estrado. Reflexionando sólo un poco le veo toda la lógica a su razonamiento ortopédico-reivindicativo. Como también tiene una santa lógica que yo lo llame desde hoy -y como poco hasta el examen de septiembre- “el puto lisiado cabrón”.