domingo, 20 de noviembre de 2011

“ENCIMA SE RÍEN LOS CABRONES…”

En las últimas semanas las víctimas del terrorismo de ETA, tras el presunto alto el fuego de estos, andan exigiéndoles a sus verdugos que ante todo pidan perdón por sus actos sanguinarios. A su vez los simpatizantes de la causa etarra replican que es el Estado el que debe pedir perdón por los supuestos abusos o las presuntas torturas o la injusta ocupación de Euskalerría etcétera etcétera… Y ocurre que ambos colectivos están pidiéndole al contrario un imposible, porque pretenden del humano un par de acciones para las que no está espontáneamente programado: el arrepentimiento y el perdón.

Yo diría que “perdonar” conlleva borrar por completo de nuestra mente el dolor que hasta un segundo antes nos producía el mal que nos han causado, y que “arrepentirse” se parece a pedirse perdón a sí mismo. Me van a perdonar ustedes pero la frase “Yo perdono, pero no olvido” no hay por dónde cogerla, porque el perdón no es un acto voluntario que se materializa cuando decimos sin más “te perdono” sino que es como un yunque que cae del cielo -cuando el yunque quiere- y, o te da en la cabeza o no te da.


A la jueza que dirigía el proceso contra los etarras se le escapó, a micrófono abierto, la frase que encabeza este artículo. Y todo porque a los asesinos –en una puesta en escena ya muy repetida en otros juicios- les repele la idea de ofrecer una actitud cabizbaja o simplemente seria ante cualquier juez, que podría asemejarse a un sometimiento a la autoridad del Estado, prefiriendo en cambio reírse y pasar del asunto para dar la imagen del que no tiene nada de qué arrepentirse. No es distinto a cuando en el Congreso de los Diputados el parlamentario del Partido A acusa de cualquier cosa acusable al ministro del Partido B y éste sonríe ostensiblemente -sin ganas reales de sonreír, por supuesto- como para lanzar la imagen al telespectador de que “eso de que me acusas, de falso que es, produce hasta risa”. Seguro que alguna vez en nuestra infancia algún adulto nos ha puesto cara a cara contra otro niño como nosotros y nos ha exigido que le pidamos perdón. Y hemos bajado la cara -y la voz- y hemos dicho “perdón”…, y el adulto (qué sádicos) ha insistido “No, díselo mirándolo a la cara” , y hemos levantado la cabeza y lo hemos mirado con cara de asco y hemos repetido “perdón” ahora gritando (nunca en el tono justo, porque también nosotros somos tercos…). Extrañamente los adultos se quedaban ya tranquilos, y nosotros en cambio, al odio hacia el niño perdonado, sumábamos la humillación de haber tenido que manifestar sentimientos que no sentíamos.

Señora viuda, hijo huérfano, señor policía sin una pierna, si los cabrones se ríen es para representar una farsa, de vueltas al trullo las ganas de risa se les pasan; como también farsa sería si de repente ellos les pidieran perdón arrodillados; como farsa será –permítanme- cuando ustedes a su vez nos intenten convencer de que ya los han perdonado. El perdón, si llega, llega a solas y en silencio y por la puerta de atrás, nunca con declaraciones ante los micrófonos. Porque pedir perdón públicamente equivale a admitir que media vida, o la vida entera, ha sido un error pertinaz, que es como admitir que eres un imbécil intelectual, y el humano –virtuoso que sea, mediocre, o directamente canalla- de perdonar por imposición no es capaz. De soltar por la boca “perdón” sí, de sentirlo sinceramente no, o al menos ocurre demasiado raramente, y sólo para pequeños errores, descuidos sin importancia, faltas de andar por casa. Desde luego no todo un colectivo de asesinos y cómplices, al unísono, va a admitir abiertamente y de repente el mínimo error o vileza en su estrategia política. Y ustedes, las víctimas directas, no pretendan tampoco heroicidades morales, como perdonar al que les mata a los hijos. Ya sabemos lo que sobre el perdón se predica desde los púlpitos, aunque también imaginamos que ni los mismos clérigos se creen sus propias palabras cuando de perdonar fríos asesinatos indiscriminados se trata .

Se me ocurre que hace 20 siglos toda ofensa solía –o debía- conducir a una reparación equivalente, y que para evitar las inevitables y sangrientas venganzas, al predicador galileo se le ocurrió proponer el perdón como nueva fórmula moral y alternativa y, en cierto sentido, revolucionaria. El perdón sin embargo no significaría “perdonar interiormente” sino “no imitar el mal causado en nosotros inflingiéndoselo al oponente”. Perdonar tan sólo significaría que me quedo con las ganas de matar a tu hijo a pesar de que tú has matado al mío. Eso sí, te voy a odiar de por vida. Esa propuesta de actuación moral fue un paso adelante respecto al “ojo por ojo, diente por diente” de diecisiete siglos antes, que a su vez y aunque ustedes no se crean, fue otro paso adelante respecto a la situación todavía anterior, que venía a ser “ojo por la cantidad de ojos que yo quiera, diente por todos los dientes que yo quiera”, Hammurabi impuso la “progresista” ley del Talión, por la que si alguien te ha sacado un ojo tú sólo tenías derecho legal a sacarle uno a él, y sólo uno.

Carece de sentido ponerse a analizar o discutir las demandas políticas de los etarras, individuos que te matan si no piensas como ellos, y todo en una democracia donde se han legalizado, sin el menor escándalo, partidos antimonárquicos, carlistas, anticlericales, anarquistas, fascistas, estalinistas, e independentistas de cualquier esquina de la geografía. Habría bastado proclamar sus ideas a voz en grito desde un estrado y megáfono en mano, y esperar a que les votara la población. Lo que les convierte en cabrones es su fría preferencia en cambio por el tiro en la nuca. Es duro de admitir, pero ETA ha existido tantos años porque una parte de la población comprendía los asesinatos y a otra parte –aún mayor- les desagradaba la sangre, sí, pero miraban para otro lado en los entierros. Más de 850 muertos después, los sondeos para las próximas elecciones pronostican 12 escaños para PSOE y PP por sólo 6 de los nacionalistas. Hace treinta años la proporción era la inversa. Por eso desaparece ETA, no por los políticos ni por la policía, sino porque existe Internet y ya no tenemos que ver cualquier tele monopolizada para obtener información, y existen las autovías con las que te plantas en un rato a cien kilómetros del terruño, en tierra de otros, y hay vuelos baratos que destrozan las fronteras, y cientos de miles de extranjeros han invadido nuestros barrios, y en cada esquina brota una tienda china, y los mercados rebosan de productos con el made in lejano… Para bien o para mal el mundo está cambiando, la defensa a estas altura de “lo nuestro” se está desfigurando, porque cada ciudad se parece cada vez más a una pequeña ONU donde “lo nuestro” acabará antes o después siendo “lo de todos”.

No tienen ni idea del planeta ni del siglo en el que viven, y encima se ríen esos cabrones. Los castigaba yo a visitar treinta países del mundo de los cinco continentes durante treinta años para que aprendieran un mínimo de cosmopolitismo y que entrara aire de otros colores por sus pulmones. Bueno, quiero decir, a pasar por las cárceles de treinta países... Y de ahí al Inserso.