sábado, 28 de enero de 2012

NIÑOS DENTRO DE ESFERAS

Algunas tardes al entrar en mi escuela noto cómo una de mis alumnas llega siempre acompañada por su padre. Tiene catorce años y al principio pensaba que al padre nuestro centro le quedaría de camino hacia su trabajo y que hacía una parada para dejar a su hija, pero no, hace poco Elisa se quejó en la clase de que sus padres no la dejan venir sola, que es muy niña, dicen, que por las calles todos son peligros, y que en bicicleta tampoco, que después se la roban…

Escarbando en mis recuerdos quiero recordar que con siete u ocho años íbamos y volvíamos solos al colegio, cuando aún no existían las calles peatonales, y sí en cambio zanjas profundas sin carteles de aviso, puestecillos ambulantes que te vendían libremente triquitraque ultratóxico o gominolas ultracaducadas (la caducidad aun no se había inventado…) y obras abiertas con cemento o cal viva por el suelo al alcance de cualquiera. Hoy en cambio la paranoia proteccionista obliga, por ejemplo, a los constructores a colocar gomaespumas protectoras en los andamios a nivel de peatón no vaya a ser que a algún despistado pasando se le desgarre la chaqueta. Pero lo dicen los pedagogos, que el ultraproteccionismo sólo lleva a la larga a la ultraidiotez en los humanos, o sea que la cosa ya está estudiada y bien certificada. Y de ahí a la caída del imperio romano a cargo de bárbaros menos “educados” pero más listos sólo hay un paso pequeño.


A Lenore Skenazy, una periodista de Nueva York, se le ha etiquetado recientemente como la “madre más mala de los Estados Unidos”. Había acompañado varias veces en metro a su hijo de 9 años con el fin de enseñarle el camino hasta su colegio para, una vez que lo había aprendido, permitirle que lo hiciera él solo. Pero ya en su primer día de madurez vial el niño fue abordado por la policía (“¿qué haces viajando solo?¿lo saben tus padres?”) y fue conducido a comisaría desde la cual contactaron con la madre. Y la llamaron de todo. El caso llegó a los medios y se abrió el debate sobre los límites de la independencia de los niños. Yendo a la causa última del porqué de la reclusión de la infancia en una esfera de cristal no es indiferente el descenso del número de hijos por matrimonio. No es lo mismo controlar los movimientos de un crío que los de cinco. Hace medio siglo la norma era bajar la guardia la mayor parte del tiempo y dejarnos hacer. Hoy lo llaman los psicólogos potenciar la autonomía pero entonces no era más que lógico pasotismo: a la quinta vez en que el sujeto de nueve años escuchaba el grito de su madre “niño, ¡que te bajes del árbol!” le sucedía ya la sexta y última “¡pues nada, cáete y destrípate!” . Y lo dejaba hacer, mientras le ataba los cordones al de 3 años, le daba la papilla al de 1 año y acunaba al de 1 mes.

Recuerdo que con dieciséis años hice mi primer viaje a Italia solo. En realidad mi primer viaje solo en absoluto. El plan descabellado era el siguiente: despedir a mis padres en el aeropuerto de Jerez, llegar a Barajas (primera vez que pisaba un aeropuerto) y arreglármelas para encontrar la conexión con Roma. Una vez en Fiumicino adivinar entre decenas de pasillos liosamente señalizados cuál me conducía al tren que me llevaría hasta el centro de la ciudad desde donde tendría que buscar, preguntando por las calles, el hotel en el que había de pasar la noche para, a la mañana siguiente y en el torbellino caótico de la estación Termini, conseguir un billete hasta una cierta ciudad desde la que informarme dónde se tomaba un autobús para alcanzar el pueblo punto final de mi viaje, al que –y hoy día parecería milagroso- llegué sin problemas. Y a Elisa, mi alumna de catorce años, no la dejan caminar 15 minutos por su propia ciudad.

Un niño, en su proceso educativo, debe chocarse alguna vez contra la esquina de una mesa, y debe aprender que no es lo mismo gatear sobre una alfombra que sobre un terreno de gravillas, y debe pasar alguna vez hambre y sed, y calor y frío. En cambio hemos inventado los tacataca con ruedas para los primeros pasos, las rodilleras para el primer gateo, las chichoneras contra el quicio de las puertas… y otros mil artefactos antidesgracias con los que les hurtamos que aprendan en su momento dónde se esconden los peligros de la vida. Conozco a una pareja que no permite a su hijo único que se acerque demasiado a la valla del jardín, no vaya a pasar un secuestrador de niños y se lo lleve para siempre. Hoy los parques infantiles con columpios y toboganes están casi todos rigurosamente cercados, y sobre el suelo, de mullido que es, se podría uno tirar de cabeza, que casi rebotaría. Y por supuesto en bici se circula con el casco rosa bien colocado, de esta manera al caerse no es imprescindible aprender a reaccionar para salvar el cráneo.

En la infancia se debe aprender a pasar miedo, al menos un miedo controlado. Para eso se inventaron los cuentos de hadas, con el malo de turno que se come a los niños malos. Pero en las versiones originales los monstruos se comían de verdad a los humanos, no metían a la abuela viva en el armario, como el lobo dulcificado de Caperucita de los últimos tiempos.

Los niños actuales no conocen la ciudad en la que viven, no la han explorado. En España, según los datos, el 70% van al colegio acompañados (en EEUU el 90%), y la verdadera libertad sólo la experimentan rodeados de muchedumbre en los ruidosos centros comerciales. Al salir de clase tendrán actividades también controladas (idiomas, ballet, kárate, piscina…) y de allí vuelta a casa. El pedagogo Francesco Tonucci propone que los niños, cuando se den condiciones razonables, vayan y vuelvan solos al colegio desde los 6 años. Ocurre que no hay acuerdo sobre el concepto “condiciones razonables” sobre todo cuando el niño es hijo único -o casi- y los padres unos adultos temerosos. Eso sí, entras en la habitación de un niño de hoy en día y más parece una verdadera juguetería –cajas multicoloreadas apiladas, dinosaurios de cada color y tamaño, voladores colgados del techo, coches y camiones aparcados por las esquinas, puzzles ya completados decorando las paredes-. Diré una brutalidad pero hace años era casi imposible llegar a la adolescencia sin haberse fisurado una muñeca o lucido algún que otro yeso en la pierna (yo tengo recuerdos de un brazo y ambas piernas con según qué edad), y jugábamos al fútbol sobre un terreno tan áspero y peligroso que cuando alguno de nosotros, enfilando la portería adversaria, daba con sus huesos sobre las gravillas y los pedruscos nadie osaba discutir que había sido derribado en evidente falta. Hoy a fingir un penalty se le llama “hacer piscina”. Son otros tiempos…

En la actualidad los padres no son en sí ni peores ni mejores que los de antes, en realidad todos nos adaptamos simplemente a la época y a las circunstancias que nos han tocado, pero el padre de mi alumna Elisa debería controlar su agitación interior y comprender que si en la ciudad hay muchos coches también hay muchos pasos de peatones y semáforos, si hay muchos delincuentes también hay mucha policía, y si estos no llegaran a tiempo siempre hay que aprender a ordenar correr a las piernas con el corazón en la garganta.
Y que hasta correr presa del pánico forma parte del correcto proceso educativo para el futuro.
TODOS LOS CAMINOS NO LLEVAN A ROMA

Aeropuerto de Málaga, 2 de enero, yo ojeaba un periódico sentado en un banco esperando la llegada de un conocido con el vuelo retrasado, junto a mí una mujer morena y algo pálida, de aspecto extranjero, me preguntó la hora en inglés; un minuto más tarde volvió a preguntarme si yo era de aquí, me giré del todo hacia ella, esa pregunta ya había sobrepasado la simple necesidad de información, y antes de esperar mi respuesta me dijo, esta vez en francés, “Je m’appel Shamira”. Entendí que estaría aburrida o algo. Pero no se trataba de eso, sino que todavía disfrutaba, como comprendí más tarde, del simple y para ella aún novedoso hallazgo de dirigirle la palabra a un hombre y hablarle sin que éste antes le hubiera formulado una pregunta directa. Hace ocho meses, sin más, le estaba prohibido.

Shamira es una mujer afgana. No le pregunté la edad pero andaría por unos escasos cuarenta. Hablamos en francés. Ella esperaba un vuelo para volver a Lyon donde vive desde hace pocos meses y donde ha aprendido ya un francés rudimentario pero efectivo. No le pregunté cómo ni por qué abandonó Wardak, su provincia natal, cerca de la capital, ni cómo se estableció en Francia, ni tampoco qué se le había perdido en la Costa del Sol, pero se la veía radiante y despreocupada, casi deslenguada, mientras me contaba su vida. Y yo encantado de escuchar de primera mano las palabras de, nada menos, una mujer del país considerado por la ONU como el más misógino del planeta.

De niña –me contó- no la mandaron al colegio, no aprendió a leer ni a escribir (de hecho sospecho que aún no sabe). Lógicamente a partir de la pubertad le colocaron un burka para salir a la calle. No podía dirigirle la palabra –por ser mujer- a ningún hombre, ni hablar con ellos sino sólo, si acaso, para responder a sus preguntas. Su vida se limitaba entonces a llevar las duras labores de la casa y a esperar a que su padre apareciera un día con un tipo con el que casarla, lo que le supondría salir de casa y no ver más a su familia.

La casaron con 17 años –con suerte no a los 13 o 14, como al 60% de la población femenina- con un hombre que conoció el día anterior a la boda, cincuentón, barbudo y falto de dientes. Hombre que murió años cinco años después. La condición de viuda en Afganistán aún en casi todo el país conlleva la imposibilidad –si no legal si real- de tomar un nuevo marido que te dé de comer. A lo que añadir que las mujeres allí tienen prohibido trabajar. Y mejor no enfermar, que un médico si es hombre no te puede tratar, y mujeres que ejerzan la medicina hay algunas, sí, permitidas por el régimen, pero contadas y en las ciudades. Parió a dos hijos durante su matrimonio-secuestro. Uno nació muerto tras un parto de riesgo, sin un médico hombre que se prestara al auxilio (la creencia islámica –no escrita- al respecto consiste en que en cualquier habitación entre una mujer y un hombre extraño se manifiesta de repente siempre un tercero: el diablo).

Mientras me contaba esas penalidades me vinieron a la memoria dos películas ambientadas en la época talibán y que tuve la ocasión de ver en su día, “Osama” y “Kandahar”. “Pero un momento -le dije polemizando tímidamente- me estás contando cómo era tu país antes, bajo el poder de los talibanes, ahora no puede ser igual…” Me miró con ojos lunáticos, abrió su bolso y rebuscó en unos papeles que sacó y me enseñó. “¿Conoces a Karzai, el presidente actual?” “Claro, el que gobierna en Afganistán” “Mi país es técnicamente un protectorado de la ONU, la OTAN y los Estados Unidos, con un presidente local que en la práctica no gobierna en todo el territorio, sino casi sólo en la capital.” “Bueno sí, claro” mentí, reconozco que no estaba yo muy al día de los acontecimientos en un país tan lejano y todo frío, calor, sequedad y polvo. “Karzai hace unos meses impulsó una ley en el parlamento por la cual los maridos tienen derecho a ejercer sexo con sus mujeres como mínimo cada cuatro días. Esa ley fue así redactada por las presiones internacionales, la ley que inicialmente se deseaba promulgar negaba la comida y el sustento a las esposas remisas a satisfacer al cónyuge. Y piensa que el 80% de las mujeres son entregada a un hombre contra su voluntad. Esa es la situación sólo en Kabul y alrededores, adonde llega la ley, porque en las ciudades alejadas y en las poblaciones pequeñas asuntos como las violaciones a preadolescentes en el ámbito familiar hace ya mucho tiempo que no son noticia.” “Pero –insistí- yo he leído que hay un 25% de mujeres diputadas en el Parlamento afgano, ¿no hacen nada? ¿no protestan?” Shamira sonrió. “No les está permitido hablar, simplemente. Se sientan es los escaños para justificar los cambios políticos, pero los diputados se escandalizaron la primera vez que les dirigió la palabra una diputada, y no ocurrió más. Es como el aparente incremento de niñas escolarizadas en el país: están inscritas en los listados de la clase pero sus padres no les permiten asistir al colegio”.

Se acercó un hombre de aspecto europeo; Shamira no estaba sola. Le trajo un refresco, me miró pero no me dijo nada y se marchó. De repente todo me pareció la secuencia de una película de espías. “En 2002, en Kabul, -continuó ella- me dieron trabajo en un organismo estatal. El nuevo gobierno pretendía demostrar que también las mujeres podían y debían trabajar fuera del hogar. Pero en pocos meses me despidieron, a mí y a casi todas, que sólo sabíamos bordar y cocinar, nos dijeron, que no servíamos para el trabajo de oficina, …” “Pero ¿ibas a la oficina en burka?”, le pregunté (reconozco que los occidentales estamos obsesionados por esa prenda). “El burka es una defensa, no es lo peor para las mujeres allí”. “¿Cómo una defensa?” “Si no te lo pones algunos hombres pueden agredirte en cualquier esquina, tal vez no en las avenidas de Kabul, pero mi país es muy extenso, y los escasos derechos de las mujeres no llegan demasiado lejos…”. Me miraba fijamente a los ojos, parecía disfrutar en cada momento de la sensación de posar sus ojos libremente en un hombre y de ser mirada desde pocos centímetros por un extraño. “Lejos de Kabul todo está prohibido para una mujer, y no sólo estudiar o ser visitada por un médico, sino también montar en bicicleta, visitar a un sastre para que te tome medidas, ser fotografiada, practicar deporte, pintarnos las uñas, usar zapatos de tacón, participar en fiestas… A mí una vez unos hombres hasta me recriminaron porque estaba asomada al balcón de mi casa.”

Volvió el tipo, le susurró algo y Shamira se levantó. Me levanté yo también y le alargué la mano para despedirme pero ella no parecía quererse perder ni un solo hallazgo occidental y me dio dos besos. “En España son dos besos ¿no?” , y la vi encaminarse hacia el interior del aeropuerto.

Me quedé pegado al asiento, todo había durado quince minutos pero me parecieron diez siglos. Queriendo volver a la realidad abrí el periódico para seguir leyendo pero al pasar tres páginas me topé con una noticia en un ángulo inferior: “Las tropas españolas destacadas en Afganistán celebran el Año Nuevo”. Nada especial, con la foto normal y festiva para estos casos, y que cualquier otro día hubiera pasado de largo. Pero esta vez sí que me entretuve leyendo el texto, del que me llamó la atención la insistencia en la denominación de la misión de nuestros soldados: pacificadora y humanitaria. Humanitaria… Los soldados de los países más ricos, patrullando durante diez años con tanques y armamento ultratecnológico, hasta el momento han resultado del todo ineficaces para conseguir algo tan pequeño como que las niñas de cualquier población afgana puedan pisar una escuela donde aprender a leer y a escribir, o que tan sólo saquen un tobillo al aire sin que les zurren en plena calle. ¿Y si no era para imponer la libertad, para qué hemos ido? Afganistán es un Protectorado ¿para proteger sólo a los varones? En 2014 –para colmo de males locales- está previsto el retiro total de tropas, con los talibanes acechando aún por todos los frentes y ganando terreno. Buen trabajo Occidente… Hasta Roma –con la espada, sí- lo hacía mejor hace veinte siglos, que explotaba económicamente a los países conquistados, vale, pero al menos les imponía también su Derecho, todo un progreso legal para la época, Derecho que –por algo será- aún se estudia en todas las universidades del planeta.

jueves, 12 de enero de 2012

Y HABRÁ A QUIEN NO LE GUSTE…

Ya son ganas las de algunos de quejarse todo el rato de la Navidad. Yo estoy encantado. En mi calle de Málaga colocaron la decoración el 15 de octubre para que la calle estuviera hermosa durante tres meses. Podían haberla decorado sólo una semana antes de Nochebuena, es verdad, pero lógicamente han pensado que puestos a embellecer la ciudad pues cuantos más meses mejor. Tres meses es genial. Siempre habrá, no obstante, algunos desagradecidos que encuentran con qué criticar al ayuntamiento, que si no pega volver aún de la playa con chancletas, mangas cortas y chupando un polo de limón mientras se camina por debajo de trineos y renos, que cómo se va a festejar el halloween carnavalero bajo la estrella de Belén, o que qué raro se hace llevar a la familia a ponerle flores al abuelo el dia de los difuntos cuando ya todo alrededor son bombillas de colores. Pero el Ayuntamiento tiene razón: hay que acabar con la estación más desagradable de todas, el triste otoño. ¿Hojas secas amarillas por los suelos, vientos desapacibles, humos con olor a castañas asadas, oscuridad a las siete de la tarde?, estéticas de antaño, los tiempos avanzan y por qué no un octubre navideño. Y bien que colabora en esa dirección el súper de mi barrio que ya el día 8, también de octubre, tuvo la buena idea de mezclar en el mismo mostrador las verduras con las frutas para dejar espacio a los turrones, las peladillas y las hojaldrinas. Las señoras pasaban de largo, sudorosas y en tirantas, con las sandía bajo el brazo pero ignorando los alfajores… Ellas sabrán… Yo no, yo compré tres cajas, que dicen que después se ponen más caros…

¡Pero si todo es precioso en Navidad! los papá-noeles subiendo por los balcones de las casas habla mucho y bien del esmero estético de nuestros vecinos, no digan que no, y el gorrito rojo con el borlón blanco a nadie le queda mal, si no nadie se lo pondría, ni los espumillones brillantes alrededor del cuello, venga, ¡que es una vez al año!, y en Nochevieja esos conos picudos rojo-brillantes sobre la cabeza. ¿Se trata de divertirse, no?
Los almuerzos o cenas de empresas, por ejemplo, ¿non son entrañables? Eso sí, es vital no llegar los últimos y que te toque sentarte junto al triste de la oficina, o junto a la pesada que nunca se calla, o enfrente de la señora vieja de la recepción, o tener que mirar todo el rato a la cara del jefe… Lo que me encanta es que pongan las mesas largas y corridas, así es como se está en verdadera unión laboral, y se puede hablar hasta con la amiga que se sienta en el extremo. Y si se grita un poco pues eso es la alegría, ¿no? Lo máximo del todo es cuando en un restaurante hay tres colectivos simultáneamente. Qué risa da.

La noche del 24 aún no es Navidad del todo pero como si lo fuera ¿para qué esperar?, si hay que echar el resto se echa, y se cena, y se bebe y se trasnocha mucho. Y al volver a casa despertaremos a los que duermen con gin-ron-villancicos para que no se sientan tan solos en sus camas y para que recuerden que ha nacido el Niño Dios. Al día que sigue a la Nochebuena - creo que es 25- lo mejor es dormitar hasta la hora del almuerzo y después se puede pasar de la mesa al sofá y otra vez del sofá a la cama, y así veremos cómodamente por la tele cómo celebran la Navidad los cristianos de otros países, pero nosotros, que somos los más listos, la celebraremos calentitos por debajo de una manta sin mover un pie.
La Nochebuena, digan lo que digan, es maravillosa: se comen manjares que habrá quien no probaba desde al menos dos o tres semanas… gambas, carnes refinadas, pescados nobles, champán… Beber champán es un lujazo, cuestan las botellas cuatro o hasta cinco euros, y si la mayoría lo beben sólo una vez al año, por algo será ¿no? La familia al completo es un gozo sociológico, y con suerte más tarde, para los polvorones, aparecerán los primos o las cuñadas cantando villancicos. A algunos sosos no les da la gana acompañarlos en sus cánticos, qué aguafiestas, y hasta los miran con reprimidas caras de asco. Si ni se saben la letra y eso que son las mismas desde hace un siglo… Mejor así, porque cantar sin ganas no hay quien lo disimule. Tanto me gusta la Nochebuena que aunque a eso de la medianoche ya esté amodorrado en el brasero y afuera arrecie una llovizna acompañada de un frío glacial pues siempre me doy una vuelta para felicitar a mis amigos. Es lo educado. Hay que ser pacientes, eso sí, la primera vuelta por los bares a las 00.45 suele ser aún infructuosa, aún están o vacíos o cerrados, pero ya una hora después todo es bullicio y felicitaciones, cuando regreso del improvisado paseo nocturno con paraguas por la playa.
El almuerzo del 25 es para terminar el plato de las gambas que sobraron el 24. Y después del almuerzo lo que pega es mucha tele, con patinaje artístico o saltos de esquí a cargo de noruegos y austríacos, o de por ahí.
31 de diciembre. La llegada del fin del año es un acontecimiento de una especial emoción superplanetaria. ¡Imagínense, un-año-nuevo-nada-más-y-nada-menos! Y la ocasión merece propasarnos un poco. No se me rajen ¿desde cuándo no se habrán tomado ustedes unas copitas para celebrar algo? Anímense, y beban a la salud de la vida, que a ver hasta cuándo no van a beber otra vez… Y vuélvanseme a casa casi de mañana, ¿eh? y duérmanme hasta las tantas que total el Concierto de Año Nuevo de La Primera lo ponen muy temprano y siempre va de valses en Viena con el director desmadrado y un público muy trajeado acompañando con palmas…
¿Se lo están pasando bien en estas entrañables fiestas? Pues ya sólo quedan los Reyes Magos. ¿Les han comprado los regalos a los sobrinos por Papá Noel para callarles la boca? Pues ahora viene lo mejor, disfrutar el 6 de enero con esas caras encendidas de padres, hermanos, esposas, novios, primos, cuñadas que expresan su sorpresa y su admiración ante los regalos con que les sorprenderemos. Perfumes, pañuelos, corbatas, compact disc (para ese día no pirateen, por favor, existen aún las tiendas…) La Navidad tiene eso de mágico, que cualquier regalo que hagan será siempre bien recibido, la gente anda supernecesitada de pañuelos, de broches, de lociones aftershave…
La cabalgata de Reyes que organizan los ayuntamientos de España es una inmejorable ocasión para el abrazo entre el pueblo y los (casi siempre) concejales del ilustrísimo, que tras unas barbas doradas o un betún negro nos lanzan caramelos con caras extasiadas, y que aunque proceden del Lejano Oriente parecen como muy de aquí. Es cuando los niños son más niños, que ni a veinte centímetros de distancia captan esas barbas superpostizas ni les extraña ese acento de campo mayeto de sus majestades. Es la ilusión, que lo ciega todo, hasta la sociolingüística. Y no digan que no es suerte no tener que aprenderse los nombres de los dromedarios de sus majestades, no como los renos -encima volantes- del gordo de rojo de la competencia.
Ah, la navidad. Qué fiesta tan auténtica y tan verdadera. Es cantar los peces en el río y ponérseme la carne de gallina. Su texto, tan profundo, conmueve a cualquier mortal, y su melodía tan suave y tan equilibrada relaja los espíritus. Sobre todo si se canta a lo flamenco. Agradezco al ayuntamiento (ahora al de Rota) que amenice las calles del centro con altavoces por doquier para que suene ese flamenqueo natalicio tan nuestro. Me encanta leer el Diario de Cádiz en mi casa con los quejíos de fondo y los desgarros jondos por el nacimiento del Niño Dios, o acompasar los telediarios con el noche de paz a lo lebrijano, o conciliar mi siesta con el ay del chirriquitín debajo de mi oreja que ni me pone nervioso ni nada. La Navidad o se vive con intensidad o no es navidad. Y al que no le guste…
CAMBIAR



Admítanlo, han comido demasiado en las últimas dos semanas, y a partir del lunes van a tratar de adelgazar los cuerpos y, como es una fecha de cambios, también intentarán pasarse de verdad por el gimnasio, aprender un idioma, dejar de fumar, ordenar los archivos del ordenador, ahorrar para el piso, salir del armario que sea, buscar trabajo, dejar el trabajo y buscarse otro, apuntarse al curso de cerámica, cambiar de peinado… y todo porque empieza enero.

Los romanos, nuestros padres culturales, le daban a este mes el nombre de un dios con dos cabezas –Jano-, cada una de ellas dándole la nuca a la otra: la una miraba al pasado y la otra al futuro. En su templo había dos puertas opuestas, hacia oriente y occidente, con cien cerrojos que permanecían cerrados en tiempos de paz y abiertos en tiempos de guerra. Cien cerrojos, como simbolizando que pasar de la paz a la guerra requiere no de un pronto sino de una meditada decisión.

Enero es el mes lunes en el que comienza todo cambio (menos para media población, que es septiembre –profesores y estudiantes sobre todo…-), aunque en realidad el cambio psicológico de-verdad-de-verdad no se produce el uno de enero, sino exactamente al lunes siguiente al día de Reyes, con la vuelta a la rutina; cambiar no es fácil así que una semana de concienciación no viene del todo mal.

Lo admito, este artículo aún no sé, ni siquiera yo, de qué va. Quizás tal vez de lo complicado que resulta cambiar, mucho más complicado que la simple decisión de querer cambiar. No por otra razón se conoce al humano como un animal de costumbres. Quien es profesor de idiomas, por ejemplo, sabe cuánto cuesta enderezar en un alumno un vicio adquirido en la fonética o en la gramática: está acostumbrado a pronunciar mal y, aunque lo sabe, y el cerebro le ordena a la boca que se posicione de un modo particular para pronunciar una palabra, la boca va y hace lo que quiere, que es a lo que está acostumbrada. O sea, el cerebro quiere, pero necesita desaprender y sólo después reaprender.

Acostumbrarse a lo nuevo lleva tiempo, pero antes o después llega y nos vence. Y para ello no hay límites ni fronteras, así que lo que hoy es un escándalo mañana será un aburrimiento. Me contaba mi abuela que en Cádiz en una cierta mañana de verano se arremolinaron ante la barandilla de una bajada a la playa Victoria decenas de señores con bigotes de la época y sombrero de paja, a la espera de que fuera verdad que una señorita –de costumbres liberales- cumpliera su promesa dada en público, la noche anterior, de ponerse un cierto traje de baño que dejaba ver el ombligo. Y lo cumplió, para gozoso escándalo de la concurrencia. Tenía mérito aún entonces sorprender con lo que fuera, porque hoy en día cada vez la sorpresa se paga más cara. Recuerdo de pequeño cómo nos reímos la primera vez que vimos –pero nos reímos de él, por lo ridículo que nos pareció- a un americano de Rota, en el jardín de su chalet, agitar un espray y ver salir nata montada para decorar una tarta de chocolate. Qué asco, y qué pena de tarta, pensamos. Él estaba en una cara del dios Jano y nosotros en la opuesta, sólo que aún no lo sabíamos, como la fresca señorita ombliguera de la playa miraba ya hacia los años ’60, sólo que con una anticipación de dos décadas.

Nada, que sigo sin saber de qué va todo esto.

Quizás va de que no sabemos hacia dónde tirar, o si acaso mejor sería ni siquiera movernos del sitio. Quizás ustedes no lo saben pero en griego cambio se dice κρίσις (¿se entiende la palabra? está muy de moda…). Últimamente se aplica sobre todo para cambios –a peor- económicos, pero ya son ganas de ser pesimistas: para los griegos crisis era un simple cambio, a peor o a mejor, de manera que el que gana a la lotería 60.000 euros, para su bien, también entra en crisis, lo cual conllevaba para los griegos la necesidad adicional de tomar decisiones.

Ay, tomar decisiones, con lo mal que se nos da eso… Por eso el mes de enero y los lunes nos ponen malhumorados, porque nos ponen contra la espada y la pared, y no sabemos ante cuál de las dos caras del dios Jano colocarnos. ¿Y por qué no podemos seguir igual, si somos animales de costumbres? Eso es lo malo, que seguimos igual, y que son los demás los que –las más de las veces- tirarán de nosotros. Y encima está lo del cerebro, que no sabemos si ese órgano está en nosotros o si en cambio ese órgano es nosotros. Dicen los neurólogos que somos animales de costumbres porque sobre nuestra masa gris las neuronas forman caminos físicos, de mucho pasar por ahí, como las que dejan los saltadores de esquí sobre la nieve, de manera que para las demás neuronas es más fácil o casi inevitable seguir los surcos que ya están marcados. Y que por eso a un estímulo A le sucede una reacción eléctrica que lleva a una respuesta B, siguiendo siempre el mismo camino. A veces esa asociación es inocente, como cuando hueles desde la cama el café que alguien está haciendo borbotar en la cocina (estímulo A) y sonríes y te levantas con ganas de desayunar y optimismo (reacción B). Cien veces ocurre y cien veces reaccionas igual. En cambio otras veces la asociación resulta demoledora: ves a tu ex que se pasea del brazo con su nueva novia (A) y las neuronas ya recorren la autopista de cuatro carriles de alta velocidad que llevan a la activación de la oxitocina que te provoca un chaparrón de estrés (B), y no hay manera de desviar el torrente de electricidad neuronal hacia otra emoción para sentir algo diferente. O sí, hay –y ahí vamos- pero sólo produciendo –con el tiempo, sólo con él- asociaciones diferentes que crucen mil veces ese camino trillado. Como decir que el surco en la tierra que ha producido un arado no se puede reparar rellenándolo de tierra, porque se nota demasiado (y no te curas) sino que lo suyo es realizar cientos de surcos por encima, rumbo a otras direcciones, que lo hagan desaparecer. Entonces ya hemos cambiado, y sólo entonces enciende un tipo un cigarrillo a tu lado y no te entran unas ganas furiosas de fumar a ti también.

Nos estamos perdiendo otra vez? Quién sabe, decíamos que al cerebro no se le puede ordenar deja de sentir, o reacciona no así sino así… porque el cerebro somos nosotros y por desgracia está sólo formado –simplificando- por química y electricidad. Cambiar es que la química cambie, ella sola, cuando se den las condiciones. Lunes, enero, Jano, cambios, neuronas, cerebro… lo reconozco, ya si que me he perdido. Le estoy pidiendo desde hace un rato a mi cerebro –o mi cerebro le está pidiendo a mi cerebro- que cambie todo esto y que rehaga el artículo y que escriba sobre otro tema. Pero el cerebro del terco ya tiene el estímulo A surcado tercamente hacia la respuesta B. Bah –he pensado- ¿cambiar? Si alguien ha leído esto hasta el final eso habrá ganado. Si total, todo cambia, y la única cosa en el universo que no cambia es el mismo cambio.
LA RUEDA QUE GIRA Y GIRA

Desde hace dos décadas opera en los EEUU una curiosa organización dirigida a sabotear el consumismo desbordado de por estas fechas natalicias y de nombre Hundred Dollar Holidays. Esa sería la cifra máxima cuyos afiliados se comprometen a gastar en las celebraciones navideñas. ¿Cenas, fiestas, viajes, dulces, regalos, alcohol? todo está permitido, pero sin gastar en ello más de (traducido y redondeando) 80 euros por persona, cantidad que sería suficiente, según los patrocinadores, para celebrar más que dignamente cualquier festivo del calendario. El empeño por aquí se nos antoja arduo desde el momento en que los españoles –según las estadísticas – sacan de la billetera más de 600 euros –per cápita- para conmemorar la natividad del Niño Dios (¿suena a mucho? no lo crean y calculen: viaje de ida y vuelta a la casa familiar, cena de Nochebuena y posible juerga posterior, eventuales regalos de papanoel, almuerzo de Navidad, cena de Nochevieja y posterior Macrofiesta, almuerzo de Año Nuevo, regalos de Reyes, roscón y últimos brindis…).
Este movimiento americano de tacaños con carnet ha tenido la virtud de aunar en extraña sintonía a no pocos metodistas conservadores a la vieja usanza, que pretenden volver a las sobrias navidades de antaño, con no pocos ecologistas-izquierdistas que se baten contra el indigno derroche del capitalismo consumista. Los que sin embargo no han movido ni van a mover una ceja por secundar la iniciativa han sido lógicamente los sindicatos de trabajadores, demostrándose así, en este asunto, los más fieles sostenedores del Sistema.
Estaríamos ante una de esas paradojas sociopolíticas en las que no sabemos bien a quiénes debemos apoyar para actuar del modo ético y noble que de nosotros se espera, ¿nos gastamos todo el dinero en regalos y comilonas que ni necesitamos ni casi nos apetecen, engordando al Vil Sistema Consumista y de paso manteniendo los sueldos y los puestos de trabajos de centenares de miles de trabajadores, o en cambio reducimos a unos raquíticos 80 euros todos los gastos navideños por habitante, como óptima medida ecologista a la par que razonable, aunque mandemos con ello al paro a quién sabe cuántos necesitados?
Pretendo ser ético pero no me queda claro cómo me debo comportar. Vivo en una sociedad de consumo. Dicho así suena fatal, como a concepto que habría que transformar. ¿Consumir sin más, para qué? Vale, lo combato y que me imiten 20 millones de españoles: cenas de empresa con bocatas unificados de calamares o, mejor, un telepizza apresurado desde la misma oficina; Nochebuena con alitas de pollo y flan de vainilla; Nochevieja con sandwich mixto y una cerveza; ¿regalos? sólo los necesarios y útiles para las personas, o sea, ninguno (vale, uno baratito de los chinos para cada niño); y el roscón de Reyes sin nata ni crema. Viajes extras no, hoteles no, dulces los imprescindibles, alcohol no más que cualquier miércoles. Si me imitan 20 millones de ciudadanos hundimos definitivamente el grosero consumismo capitalista, aunque de paso –ay- inflaremos el paro -más aún- y nos hundiremos definitivamente en el pozo de la crisis. O sea, que no hay salida.
La economía (de mercado, ¿pero hay otra economía?) es una rueda en perpetuo movimiento. Cuando se ralentiza empieza a tambalearse y amenaza con detenerse y caer. Para que ello no ocurra hay que producir mucho, y lógicamente es obligatorio consumir lo mucho producido, o sea, consumir mucho, que viene a ser lo mismo que derrochar. Suena otra vez fatal, vale, pero la alternativa sería producir poco y consumir lo justo, que se parece a eso en lo que ahora estamos, y a lo que llaman “crisis”, y que a nadie parece gustar.
Hago un llamamiento. Quiero en estas fiestas poner mi pequeño grano de arena para resolver la crisis. Tengo mil euros, ¿me los gasto en gambas de Romerijo, fragancias de musgo aftershave, hojaldrinas de Estepa, muñecas Nancy, y un finde en un hotelito rural, y así de paso ayudo a que la rueda gire más rápido y a que se mantengan los puestos de trabajo? Y haciéndolo así ¿para cuándo voy a dejar de gastar sin una real necesidad? ¿Para cuándo empezaré a ser ético y correcto y por fin ecológico para salvar al planeta? La ocasión buena sería ésta, en que la rueda se tambalea y se detiene, para cambiarle el neumático, la válvula… para mejorarla. Lo paradójico es que no suena ni una sola voz en el panorama político español pidiéndoles a los ciudadanos que dejen de derrochar, ni siquiera por la izquierda, y sí en cambio que sigamos gastando y gastando para mantener el Sistema.
Se diría que para vivir satisfactoriamente la sociedad sólo necesitaría lo que produce el 20% de la población activa, con sus sofisticadas tecnologías respectivas (cuatro agricultores, cuatro arquitectos, cuatro fontaneros, cuatro médicos…) y que el resto de la población produce casi chorradas (producimos, se lo dice un “profesor de italiano”…). Diseñadores de pantalones de moda que pasan sospechosamente de moda al año siguiente, restaurantes a 23 euros los 4 centímetros cúbicos de bacalao al vapor de aceite de eneldo, vuelos low cost para plantarse como quien va a Sanlúcar en las rebajas de Londres, centros comerciales con treinta franquicias a 10 minutos en coche de otras tantas idénticas franquicias, hipermercados con 40 líneas de caja donde compramos, sí, leche y pan y patatas y arroz, pero también leche con omegas de soja, pan de nueces mil cereales, patatas cortadas y listas para freír, y arroz precocido directo al microondas, todo a doble o triple precio. Pero ¿y entonces? ¿podemos volver a la racionalidad, a lo justo, a lo sensato? ¿y podemos hacerlo sin mandar al paro a tres millones más de trabajadores? Me temo que no. La rueda gira, y en movimiento es imposible proceder a arreglos o a ajustes. La rueda es implacable: o se ralentiza, se detiene del todo y volvemos a una nueva Edad Media, o gira cada vez más deprisa rumbo al inevitable lujo innecesario.
Y mientras tanto aquí nos tienen, dudando entre entretener la tarde del sábado con un simple libro entre las manos, un paseo y una charla amena por el parque -arriesgándonos así a la destrucción del mundo conocido-, o en cambio gastarnos 50 euros en el multicine del centro comercial empachándonos con palomitas tamaño XXL, tras lo cual echaremos un rato entre máquinas recreativas y tragaperras ruidosas, para a continuación comprarnos el collar hippy número 30 de nuestra colección, terminando la tarde volviéndonos perezosamente a casa en taxi y no caminando veinte míseros y saludables minutos, de manera que, echada así una tarde económicamente responsable, ningún trabajador amenazado de paro pueda acusarnos de saboteadores insolidarios.
Ustedes dirán, porque yo no lo sé…

lunes, 2 de enero de 2012

MINIFALDA CON CHADOR

A lo largo de la historia han surgido movimientos reivindicativos que hacía falta que surgieran, el mundo es imperfecto y los humanos se niegan a someterse a sus injusticias, así que en ocasiones se han batido contra el sistema exigiendo cambios que, tras años o décadas –o siglos- han producido sus frutos conquistando los derechos soñados o las mejoras pretendidas. ¿Y después? Pues después, ya con todo conseguido y tras recibir el merecido aplauso de la sociedad, puede ocurrir que alguno de esos movimientos no se disuelva, sino que siga manteniendo su activismo militante y que ya sólo sirva para dar el coñazo más que para otra cosa, dicho sea con todo el cariño.

En la España de estas alturas de la historia, las reivindicaciones importantes del feminismo en términos de igualdad legal entre hombres y mujeres, iniciadas hace siglo y medio, ya han sido conseguidas y están más que cumplidas. Hoy cualquier mujer de 30 o 40 años ha desarrollado toda su vida educativa, laboral y social sin discriminaciones. Es verdad que si nos empeñamos todavía en buscar deficiencias las hallamos, sí, como también las hallaríamos respecto a los hombres sólo por ser hombres: hasta hace poco, por ejemplo, los mandaban a la guerra, nada menos, a que los mataran…

Claro que hablamos de la Europa occidental y de la segunda década del siglo XXI. Bastaría en cambio coger un Ferry en Tarifa y plantarse en Tánger para que la lucha por la igualdad de la mujer adquiriera de nuevo todo su pleno sentido. Y trabajo en ese sentido, desde Tánger hasta Pekín, no habría de faltar. La frontera de la desigualdad entre sexos está cerca, a veinte kilómetros de nuestras costas, pero el feminismo militante de por aquí, en cambio, siguen aún enfrascado en una lucha contra los “machistas” hispánicos con espadas de plástico y con pistolas de agua. En los partidos de izquierda españoles ya ha triunfado la cacofonía “los trabajadores y las trabajadoras están agradecidos y agradecidas…” utilizando un lenguaje con el que nos llaman idiotas a los que estamos allí escuchando, que sabemos que ellos en sus casas y en zapatillas no se expresan así “María, los niños y las niñas ya están bañados y bañadas”, pero como unos ideólogos autómatas consideran que si ellos no “mejoran el idioma” los votantes podríamos pensar que son unos insensibles o algo. Y se ha instalado en la sociedad un verdadero pánico a ofender a las feministas, que debe de ser el colectivo –mérito ganado a pulso- con menos sentido del humor del mundo. Yo al menos cada vez que he intentado hacerlas reír con comentarios o chistes divertidamente incorrectos sólo he recibidos conseguidísimas caras largas de asco que me han dejado planchado del todo…

De paso, en cambio, se abre la veda para ridiculizar un poco a los hombres si hace falta. Hay spot publicitarios en televisión que habrían resultado impensables de haberse invertido los papeles hombre-mujer. Había uno en que una treintañera se alegraba entre sus amigas de que su marido hubiera aprendido -al fin- a poner una lavadora. Acto seguido se ve al tal marido metiendo la ropa, añadiendo el detergente, cerrando la escotilla… pero la lavadora no arrancaba. Tuvo que ser un perro -¡un perro!- el que apareciera por allí, levantara las patas y pulsara el botón de puesta en marcha que el marido había olvidado pulsar. El anuncio duró toda la temporada sin la menor protesta del Colectivo de Maridos, por cierto. Recuerdo otro spot inadmisible: tres amigas estupendas y vestidas de fiesta avanzan hacia la entrada de una discoteca donde el portero es un pedazo de tío, una de ellas al pasar junto a él le toca descaradamente el culo, y se vuelve hacia sus amigas reprimiendo una sonrisa que significaba “¡me atreví a hacerlo!”. Ustedes simplemente inviertan los papeles hombre-mujer e imagínense cuántos días habría permanecido en antena un spot en que tres tipos pasan junto a una trabajadora de lo que sea y le tocan el trasero… Se habrían producido dimisiones en cadena.


Hay series de la tele en las que todos los personajes masculinos son tontos o cómicos o patanes y todos los personajes femeninos son juiciosos, inteligentes y razonables… (los Simpson… los Serrano… ) Y es que hoy en día da como apuro reírse de una mujer en su papel de tonta. Para hacer el tonto mejor un hombre. O sí, vale, está permitido representar a mujeres en papeles denigrantes sólo a condición de que estén debidamente acompañadas por hombres al menos tan denigrantes como ellas, pero nunca menos.

En los libros de texto con los que enseñamos idiomas aparecen centenares de frases que lógicamente reflejan la cotidianeidad y por ello también a veces la interacción entre hombres y mujeres. La mayoría de esas frases son tremendamente neutras, del tipo “Luisa fue ayer al cine con Javier”. Sin embargo cuando en la relación hombre-mujer, marido-esposa o chico-chica, alguno de ellos resulta algo cómico, insensible, incorrecto, exagerado o mentiroso… ese siempre es el personaje masculino. A los creadores de materiales didácticos debe de producirles terror hacer pasar a una mujer por débil, mala, ridícula o simplemente inadecuada frente al personaje masculino: “Luis no sabe cambiar una bombilla” es una frase del manual casi divertida, “Luisa no sabe cambiar una bombilla” resultaría ofensiva.

En Arabia Saudita –es noticia reciente- quieren prohibir los ojos bonitos a través de la única rendija de los ropajes femeninos aún a la vista de los mortales. Van cubiertas sepulcralmente las mujeres de nuca a talón –por ley- pero ahora las de ojos demasiado sugerentes podrían verse obligadas a cerrar la última y única escotilla de libertad epidérmica. Dicen los clérigos de por allí que esos ojos pueden llegan a provocar a los varones. Por supuesto que provocan, como provocaba –y muchísimo- enseñar las pantorrillas en los años veinte o dejar el ombligo al aire por nuestras playas de los años cincuenta… Y sin embargo se diría que las protestas del feminismo de por aquí son incapaces de atravesar fronteras. Colectivos de todos los colores ideológicos protestan por cualquier asunto europeo o americano o asiático de su incumbencia… pero las feministas se niegan a montar en cólera para denunciar que a millones de mujeres de otros países (principalmente islámicos) no les permiten aprender a leer y escribir, ni elegir libremente un marido, ni poder montar una simple panadería, ni alojarse sola en un hotel, ni viajar sin permiso de un hombre, ni enseñar un codo o una rodilla por la calle, y ahora encima si tienes unos ojos bonitos mejor te pones el burqa. Todo eso ocurre a pocas horas de avión de nuestro sofá de casa. Pero yo a las feministas de aquí sólo las oigo refunfuñar que no hay que escribir en un informe “los alumnos” sino “los alumnos y las alumnas”…

Sé qué les pasa, que están hechas un lío. Y es que hay feministas a las que se les atraganta que otras mujeres se vistan con micro-minifaldas para lucir el cuerpo en la discoteca, que eso –protestan- es subyugarse a los hombres, mientras que otras feministas defienden que una mujer se viste como le da la gana y ya está, que qué es eso de decirle a una mujer cómo tiene que vestirse. Y es que también hay feministas que repudian que la mujer musulmana se cubra la cabeza con un chador por imposición del macho musulmán mientras que otras feministas sostienen en cambio que no, que mejor que no se lo quite, que lo contrario sería darle la razón a la extrema derecha católica y xenófoba. En fin, a la espera de un congreso mundial feminista en el que unifiquen los criterios, los demás aún no sabemos cómo debemos pensar para ser considerados éticos y correctos. Y mientras en China por ser mujer te abandonan recién nacida, o en África te mutilan la sexualidad de por vida, o en Afganistán te lapidan por sólo mirar al marido de al lado, aquí si le regalas una pelota a un niño y un juego de cocinitas a una niña ya te puedes dar por retrógrado sexista.
SAGRADA PAZ

Hace unos días se publicaron unas fotos de la actriz española Paz Vega (guapísima, pero eso ahora no cuenta…) en actitud fervorosa y devota sobre el reclinatorio de la sacristía de una iglesia, sólo cubierta por un velo demasiado etéreo para no parecer desnuda y cruda; en otra foto aparecía ataviada de Virgen en actitud semanasantera y expresión de éxtasis místico. Un escándalo, vamos. Como lo sería vestir de azulgrana a Mourinho besando el escudo del Barça y sacarlo en prensa a toda plana. No, no piensen que no es lo mismo. Es lo mismo. Lo más sagrado para cada uno forma parte de lo íntimo, y es innegociable. ¿Qué el catolicismo es más sagrado que el madridismo o que el barcelonismo? No podría yo jurarlo.

Los feligreses de la parroquia en cuestión han protestado. O por lo menos las feligresas. El asunto atenta contra muchas sustancias de la religión. Yo me quedo -tras haberlo pensado bien- con la certeza científica que no hay modo humano de retratar a Paz Vega sin ropa en una sacristía que tenerla efectivamente sin ropa en una sacristía, y no sería cosa de un minuto, con lo que se prolongan esas sesiones fotográficas en plan profesional… Y la sacristía quedó infectada por el pecado de la carne. Y al día siguiente llega el señor cura y tiene que vestirse y desvestirse sobre aquellas mismas baldosas para dar la misa. Mejor no sigo.

Lo sagrado no es como lo vital, ni como lo importante, ni como lo definitivo. Lo sagrado te lleva al gozo eterno, o a las llamas eternas, y ahí se acaban las palabras. Y a quien cree que existe lo sagrado pues o se le reeduca o se le respeta, y no hay via intermedia. Bueno, miento, el humano saca vías intermedias hasta de las piedras. Las feligresas de la parroquia apenas vieron las fotos formaron ardorosos corrillos de vecindario y se fueron con el cuento al obispo, que no pudo por menos que darles la razón. El obispo –imagino yo- miró las fotos y vió la belleza que allí estallaba, y sintió lo que siente cualquier mortal, y apuesto a que les parecieron bellas, las fotos y la fotografiada, vale, pero al fin sumamente irreverentes y que por ello atentan al respeto debido hacia las cosas, sean sagradas o profanas.

Al final todo el asunto nos lleva a lo de siempre, a que la desnudez ofende. El pintor italiano Miguel Ángel forró la Capilla Sixtina de decenas de cuerpos desnudos que escandalizaron, y no poco, a sus contemporáneos, hasta el punto de que, tras su muerte, aún no estaba su cadáver del todo frío bajo tierra que ya andaba la Iglesia buscando a un pintor para que plantara añadidos textiles sobre no pocas zonas pudendas de los santos y de las santas. Aquello fue mucho peor que lo de Paz Vega, pero no se compara el patrocinio de todo un Miguel Ángel con el de la firma alemanas de galletas Lambertz que ha montado el cirio.

Y digo yo, ¿no habría otra óptica desde la que salvar la situación, y que un acto reprobable nos pareciera encomiable?
En una ocasión un seminarista se encontró en el patio de la institución a otro seminarista que fumaba mientras se concentraba en la lectura del libro sagrado.
-¿Cómo es que fumas? – le preguntó-, el Padre Superior no nos permite fumar mientras rezamos.
A lo que el primer seminarista respondió:
-Al contrario, a mí me lo acaba de permitir… ¿Tú cómo le hiciste la pregunta?
-Pues yo le pregunté: “Padre ¿se puede fumar mientras se reza?” Y me dijo que no muy escandalizado.
-Claro, es normal que preguntado así te lo prohibiera. Yo se lo pregunté al revés “Padre, ¿se puede rezar mientras se fuma?” Se lo pensó un rato… y me dijo que sí.

Era fácil, ¿no? Así que también nosotros reflexionemos y formulemos las dos preguntas al Padre Superior alterando la posición de los elementos:
-Padre, ¿qué se debe pensar de una mujer que hasta cuando reza se desnuda?
-¡Qué habríamos de pensar, pues que es una puta!
-Y en cambio, Padre, ¿qué se debe pensar de una mujer que hasta cuando se desnuda reza?
-Ah, hijo, mío, que no hay mujer más santa. Y pediría que todas las mujeres desnudas, en adelante, la imitaran en el fervor.