sábado, 28 de enero de 2012

NIÑOS DENTRO DE ESFERAS

Algunas tardes al entrar en mi escuela noto cómo una de mis alumnas llega siempre acompañada por su padre. Tiene catorce años y al principio pensaba que al padre nuestro centro le quedaría de camino hacia su trabajo y que hacía una parada para dejar a su hija, pero no, hace poco Elisa se quejó en la clase de que sus padres no la dejan venir sola, que es muy niña, dicen, que por las calles todos son peligros, y que en bicicleta tampoco, que después se la roban…

Escarbando en mis recuerdos quiero recordar que con siete u ocho años íbamos y volvíamos solos al colegio, cuando aún no existían las calles peatonales, y sí en cambio zanjas profundas sin carteles de aviso, puestecillos ambulantes que te vendían libremente triquitraque ultratóxico o gominolas ultracaducadas (la caducidad aun no se había inventado…) y obras abiertas con cemento o cal viva por el suelo al alcance de cualquiera. Hoy en cambio la paranoia proteccionista obliga, por ejemplo, a los constructores a colocar gomaespumas protectoras en los andamios a nivel de peatón no vaya a ser que a algún despistado pasando se le desgarre la chaqueta. Pero lo dicen los pedagogos, que el ultraproteccionismo sólo lleva a la larga a la ultraidiotez en los humanos, o sea que la cosa ya está estudiada y bien certificada. Y de ahí a la caída del imperio romano a cargo de bárbaros menos “educados” pero más listos sólo hay un paso pequeño.


A Lenore Skenazy, una periodista de Nueva York, se le ha etiquetado recientemente como la “madre más mala de los Estados Unidos”. Había acompañado varias veces en metro a su hijo de 9 años con el fin de enseñarle el camino hasta su colegio para, una vez que lo había aprendido, permitirle que lo hiciera él solo. Pero ya en su primer día de madurez vial el niño fue abordado por la policía (“¿qué haces viajando solo?¿lo saben tus padres?”) y fue conducido a comisaría desde la cual contactaron con la madre. Y la llamaron de todo. El caso llegó a los medios y se abrió el debate sobre los límites de la independencia de los niños. Yendo a la causa última del porqué de la reclusión de la infancia en una esfera de cristal no es indiferente el descenso del número de hijos por matrimonio. No es lo mismo controlar los movimientos de un crío que los de cinco. Hace medio siglo la norma era bajar la guardia la mayor parte del tiempo y dejarnos hacer. Hoy lo llaman los psicólogos potenciar la autonomía pero entonces no era más que lógico pasotismo: a la quinta vez en que el sujeto de nueve años escuchaba el grito de su madre “niño, ¡que te bajes del árbol!” le sucedía ya la sexta y última “¡pues nada, cáete y destrípate!” . Y lo dejaba hacer, mientras le ataba los cordones al de 3 años, le daba la papilla al de 1 año y acunaba al de 1 mes.

Recuerdo que con dieciséis años hice mi primer viaje a Italia solo. En realidad mi primer viaje solo en absoluto. El plan descabellado era el siguiente: despedir a mis padres en el aeropuerto de Jerez, llegar a Barajas (primera vez que pisaba un aeropuerto) y arreglármelas para encontrar la conexión con Roma. Una vez en Fiumicino adivinar entre decenas de pasillos liosamente señalizados cuál me conducía al tren que me llevaría hasta el centro de la ciudad desde donde tendría que buscar, preguntando por las calles, el hotel en el que había de pasar la noche para, a la mañana siguiente y en el torbellino caótico de la estación Termini, conseguir un billete hasta una cierta ciudad desde la que informarme dónde se tomaba un autobús para alcanzar el pueblo punto final de mi viaje, al que –y hoy día parecería milagroso- llegué sin problemas. Y a Elisa, mi alumna de catorce años, no la dejan caminar 15 minutos por su propia ciudad.

Un niño, en su proceso educativo, debe chocarse alguna vez contra la esquina de una mesa, y debe aprender que no es lo mismo gatear sobre una alfombra que sobre un terreno de gravillas, y debe pasar alguna vez hambre y sed, y calor y frío. En cambio hemos inventado los tacataca con ruedas para los primeros pasos, las rodilleras para el primer gateo, las chichoneras contra el quicio de las puertas… y otros mil artefactos antidesgracias con los que les hurtamos que aprendan en su momento dónde se esconden los peligros de la vida. Conozco a una pareja que no permite a su hijo único que se acerque demasiado a la valla del jardín, no vaya a pasar un secuestrador de niños y se lo lleve para siempre. Hoy los parques infantiles con columpios y toboganes están casi todos rigurosamente cercados, y sobre el suelo, de mullido que es, se podría uno tirar de cabeza, que casi rebotaría. Y por supuesto en bici se circula con el casco rosa bien colocado, de esta manera al caerse no es imprescindible aprender a reaccionar para salvar el cráneo.

En la infancia se debe aprender a pasar miedo, al menos un miedo controlado. Para eso se inventaron los cuentos de hadas, con el malo de turno que se come a los niños malos. Pero en las versiones originales los monstruos se comían de verdad a los humanos, no metían a la abuela viva en el armario, como el lobo dulcificado de Caperucita de los últimos tiempos.

Los niños actuales no conocen la ciudad en la que viven, no la han explorado. En España, según los datos, el 70% van al colegio acompañados (en EEUU el 90%), y la verdadera libertad sólo la experimentan rodeados de muchedumbre en los ruidosos centros comerciales. Al salir de clase tendrán actividades también controladas (idiomas, ballet, kárate, piscina…) y de allí vuelta a casa. El pedagogo Francesco Tonucci propone que los niños, cuando se den condiciones razonables, vayan y vuelvan solos al colegio desde los 6 años. Ocurre que no hay acuerdo sobre el concepto “condiciones razonables” sobre todo cuando el niño es hijo único -o casi- y los padres unos adultos temerosos. Eso sí, entras en la habitación de un niño de hoy en día y más parece una verdadera juguetería –cajas multicoloreadas apiladas, dinosaurios de cada color y tamaño, voladores colgados del techo, coches y camiones aparcados por las esquinas, puzzles ya completados decorando las paredes-. Diré una brutalidad pero hace años era casi imposible llegar a la adolescencia sin haberse fisurado una muñeca o lucido algún que otro yeso en la pierna (yo tengo recuerdos de un brazo y ambas piernas con según qué edad), y jugábamos al fútbol sobre un terreno tan áspero y peligroso que cuando alguno de nosotros, enfilando la portería adversaria, daba con sus huesos sobre las gravillas y los pedruscos nadie osaba discutir que había sido derribado en evidente falta. Hoy a fingir un penalty se le llama “hacer piscina”. Son otros tiempos…

En la actualidad los padres no son en sí ni peores ni mejores que los de antes, en realidad todos nos adaptamos simplemente a la época y a las circunstancias que nos han tocado, pero el padre de mi alumna Elisa debería controlar su agitación interior y comprender que si en la ciudad hay muchos coches también hay muchos pasos de peatones y semáforos, si hay muchos delincuentes también hay mucha policía, y si estos no llegaran a tiempo siempre hay que aprender a ordenar correr a las piernas con el corazón en la garganta.
Y que hasta correr presa del pánico forma parte del correcto proceso educativo para el futuro.