jueves, 12 de enero de 2012

CAMBIAR



Admítanlo, han comido demasiado en las últimas dos semanas, y a partir del lunes van a tratar de adelgazar los cuerpos y, como es una fecha de cambios, también intentarán pasarse de verdad por el gimnasio, aprender un idioma, dejar de fumar, ordenar los archivos del ordenador, ahorrar para el piso, salir del armario que sea, buscar trabajo, dejar el trabajo y buscarse otro, apuntarse al curso de cerámica, cambiar de peinado… y todo porque empieza enero.

Los romanos, nuestros padres culturales, le daban a este mes el nombre de un dios con dos cabezas –Jano-, cada una de ellas dándole la nuca a la otra: la una miraba al pasado y la otra al futuro. En su templo había dos puertas opuestas, hacia oriente y occidente, con cien cerrojos que permanecían cerrados en tiempos de paz y abiertos en tiempos de guerra. Cien cerrojos, como simbolizando que pasar de la paz a la guerra requiere no de un pronto sino de una meditada decisión.

Enero es el mes lunes en el que comienza todo cambio (menos para media población, que es septiembre –profesores y estudiantes sobre todo…-), aunque en realidad el cambio psicológico de-verdad-de-verdad no se produce el uno de enero, sino exactamente al lunes siguiente al día de Reyes, con la vuelta a la rutina; cambiar no es fácil así que una semana de concienciación no viene del todo mal.

Lo admito, este artículo aún no sé, ni siquiera yo, de qué va. Quizás tal vez de lo complicado que resulta cambiar, mucho más complicado que la simple decisión de querer cambiar. No por otra razón se conoce al humano como un animal de costumbres. Quien es profesor de idiomas, por ejemplo, sabe cuánto cuesta enderezar en un alumno un vicio adquirido en la fonética o en la gramática: está acostumbrado a pronunciar mal y, aunque lo sabe, y el cerebro le ordena a la boca que se posicione de un modo particular para pronunciar una palabra, la boca va y hace lo que quiere, que es a lo que está acostumbrada. O sea, el cerebro quiere, pero necesita desaprender y sólo después reaprender.

Acostumbrarse a lo nuevo lleva tiempo, pero antes o después llega y nos vence. Y para ello no hay límites ni fronteras, así que lo que hoy es un escándalo mañana será un aburrimiento. Me contaba mi abuela que en Cádiz en una cierta mañana de verano se arremolinaron ante la barandilla de una bajada a la playa Victoria decenas de señores con bigotes de la época y sombrero de paja, a la espera de que fuera verdad que una señorita –de costumbres liberales- cumpliera su promesa dada en público, la noche anterior, de ponerse un cierto traje de baño que dejaba ver el ombligo. Y lo cumplió, para gozoso escándalo de la concurrencia. Tenía mérito aún entonces sorprender con lo que fuera, porque hoy en día cada vez la sorpresa se paga más cara. Recuerdo de pequeño cómo nos reímos la primera vez que vimos –pero nos reímos de él, por lo ridículo que nos pareció- a un americano de Rota, en el jardín de su chalet, agitar un espray y ver salir nata montada para decorar una tarta de chocolate. Qué asco, y qué pena de tarta, pensamos. Él estaba en una cara del dios Jano y nosotros en la opuesta, sólo que aún no lo sabíamos, como la fresca señorita ombliguera de la playa miraba ya hacia los años ’60, sólo que con una anticipación de dos décadas.

Nada, que sigo sin saber de qué va todo esto.

Quizás va de que no sabemos hacia dónde tirar, o si acaso mejor sería ni siquiera movernos del sitio. Quizás ustedes no lo saben pero en griego cambio se dice κρίσις (¿se entiende la palabra? está muy de moda…). Últimamente se aplica sobre todo para cambios –a peor- económicos, pero ya son ganas de ser pesimistas: para los griegos crisis era un simple cambio, a peor o a mejor, de manera que el que gana a la lotería 60.000 euros, para su bien, también entra en crisis, lo cual conllevaba para los griegos la necesidad adicional de tomar decisiones.

Ay, tomar decisiones, con lo mal que se nos da eso… Por eso el mes de enero y los lunes nos ponen malhumorados, porque nos ponen contra la espada y la pared, y no sabemos ante cuál de las dos caras del dios Jano colocarnos. ¿Y por qué no podemos seguir igual, si somos animales de costumbres? Eso es lo malo, que seguimos igual, y que son los demás los que –las más de las veces- tirarán de nosotros. Y encima está lo del cerebro, que no sabemos si ese órgano está en nosotros o si en cambio ese órgano es nosotros. Dicen los neurólogos que somos animales de costumbres porque sobre nuestra masa gris las neuronas forman caminos físicos, de mucho pasar por ahí, como las que dejan los saltadores de esquí sobre la nieve, de manera que para las demás neuronas es más fácil o casi inevitable seguir los surcos que ya están marcados. Y que por eso a un estímulo A le sucede una reacción eléctrica que lleva a una respuesta B, siguiendo siempre el mismo camino. A veces esa asociación es inocente, como cuando hueles desde la cama el café que alguien está haciendo borbotar en la cocina (estímulo A) y sonríes y te levantas con ganas de desayunar y optimismo (reacción B). Cien veces ocurre y cien veces reaccionas igual. En cambio otras veces la asociación resulta demoledora: ves a tu ex que se pasea del brazo con su nueva novia (A) y las neuronas ya recorren la autopista de cuatro carriles de alta velocidad que llevan a la activación de la oxitocina que te provoca un chaparrón de estrés (B), y no hay manera de desviar el torrente de electricidad neuronal hacia otra emoción para sentir algo diferente. O sí, hay –y ahí vamos- pero sólo produciendo –con el tiempo, sólo con él- asociaciones diferentes que crucen mil veces ese camino trillado. Como decir que el surco en la tierra que ha producido un arado no se puede reparar rellenándolo de tierra, porque se nota demasiado (y no te curas) sino que lo suyo es realizar cientos de surcos por encima, rumbo a otras direcciones, que lo hagan desaparecer. Entonces ya hemos cambiado, y sólo entonces enciende un tipo un cigarrillo a tu lado y no te entran unas ganas furiosas de fumar a ti también.

Nos estamos perdiendo otra vez? Quién sabe, decíamos que al cerebro no se le puede ordenar deja de sentir, o reacciona no así sino así… porque el cerebro somos nosotros y por desgracia está sólo formado –simplificando- por química y electricidad. Cambiar es que la química cambie, ella sola, cuando se den las condiciones. Lunes, enero, Jano, cambios, neuronas, cerebro… lo reconozco, ya si que me he perdido. Le estoy pidiendo desde hace un rato a mi cerebro –o mi cerebro le está pidiendo a mi cerebro- que cambie todo esto y que rehaga el artículo y que escriba sobre otro tema. Pero el cerebro del terco ya tiene el estímulo A surcado tercamente hacia la respuesta B. Bah –he pensado- ¿cambiar? Si alguien ha leído esto hasta el final eso habrá ganado. Si total, todo cambia, y la única cosa en el universo que no cambia es el mismo cambio.