martes, 13 de diciembre de 2011

FELICIDAD & DINERO
Se me atraganta el desayuno cuando escucho en un noticiero rosa que un actor de Hollywood está amargado porque tras su divorcio tendrá que compartir una fortuna de 400 millones de dólares con su ex esposa. Pienso que cualquier mortal se sentiría en el séptimo cielo si su cuenta del banco tuviera la capacidad de descender de golpe hasta los 200 millones, o hasta los 20, o –qué digo- hasta los 2 millones.
Ante noticias como esta surge espontánea la eternamente irresuelta pregunta: ¿es ético disponer de una cuenta tan abultada en el banco sólo por ser actor o futbolista o cantante? Y la única respuesta lógica es que sí lo es. El que sea bueno, buenísimo o genial que gane todo el dinero que pueda, total, ¿no habíamos quedado en que el dinero no da la felicidad? entonces, ¿qué más nos da que algunos ganen 1 o 100 o 10.000? Ah, perdonen, ¿qué ya no estamos tan seguros de eso? Pero aclarémosnos, ¿da o no da el dinero la felicidad? Buena pregunta, si tuviera alguna importancia la respuesta.
Les voy a plantear una disyuntiva: ¿si tuvieran que elegir –a efectos de felicidad- entre sufrir un accidente que los postrara para siempre en una silla de rueda, o bien ganar un premio de 10 millones de euros a la lotería, por cuál de las dos situaciones imaginarias se decidirían? No se precipiten y piénsenlo bien… Vale, yo soy un tipo normal, yo también habría apostado por el dinero, y sin embargo los psicólogos que han estudiado el asunto entrevistando a personas enriquecidas o inválidas de repente, han observado que sí, que verse de golpe millonario mola mucho y que convertirse de la noche al día en un minusválido es una durísima experiencia, de acuerdo, pero que pasado el choc inicial, positivo o negativo en según qué caso, se tiende a recuperar el mismo estado anterior de felicidad. Si antes eras un pobre infeliz, tras la lotería te convertirás en un rico infeliz, y si antes eras un alegre con piernas sanas te convertirás tras el accidente en un alegre con las piernas inutilizadas. Cuestión de meses o pocos años. Y todo porque la felicidad nunca se halla fuera del cerebro humano (como se halla el dinero o unas piernas que se mueven…) sino que consiste en la capacidad de generar bienestar con lo que poseemos, sea mucho o sea poco.


Dinero/Felicidad, binomio inseparable pero de imposible solución, porque a ratos estamos seguros de que el uno lleva directamente a la otra y a ratos juramos que no, que la felicidad es la salud, o el amor, o el partidazo de fútbol del sábado por la tele. Pero por si acaso envidiamos al millonario, y al mismo tiempo casi lo odiamos. Y es odiar en vano, porque la felicidad derivada del dinero ocupa un espacio y no crece sin límite si añadimos y seguimos añadiendo más dinero. ¿Del 1 al 10, a qué número llegaría su subidón de felicidad si mañana le tocara un millón de euros a la lotería? En mí llegaría al mismísimo 10. Pero ¿y si en vez de 1 me tocaran 10 millones? Pues sentiría el mismo e idéntico subidón. Ganar de repente un millón o cien millones no será lo mismo a efectos económicos pero el índice de felicidad por segundo se mantendrá inalterado.
Está más que demostrado que el dinero sólo hace felices a los pobres. A los muy pobres, quiero decir. Pasar de ganar 400 euros al mes a ganar 800 le supondría a cualquiera una radical mejora en su vida material. De 2000 a 4000, en cambio, no se notaría demasiado: parecidos viajes, parecidos restaurantes, parecida ropa… mismos amigos. Por no hablar de doblar los números de una cuenta corriente millonaria: si tienes 50 millones y pasas a tener 100, y el banco se olvida de enviarte la notificación, igual no te enteras jamás. Es lo que pasa, que creemos que nos encantaría ser ricos cuando el problema es que ya casi todos somos ricos. Si tenemos una casa, un coche y hacemos algunos viajes al año ya somos ricos. ¿No me creen? Los pongo a prueba: disponen de un minuto para pensar y decidir en qué se gastarían un millón de euros en 24 horas, pero no vale pensar ni en vivienda, ni en automóvil, ni en viajes… A ver… piensen… ¿Lo ven? No se les ocurre nada, o al menos nada “razonable”, y no vale comprarse un yate, que no sirve para nada. ¡Qué manía la de los nuevos ricos de moverse en círculos por la costa… aunque tiene toda la lógica: en algo –inútil- habrá que gastarse el –mucho- dinero.
El dinero absoluto no da la felicidad, la felicidad la da sólo el dinero relativo. Cuando se estudia el índice de felicidad en los diferentes países del mundo es sorprendente descubrir cómo cuenta mucho menos el nivel absoluto de renta per cápita de sus habitantes que la homogeneidad económica entre ellos. Es decir, países, o ciudades, o barrios en los que sus habitantes son tendentes a la homogeneidad económica resultan ser los más felices de todos. Compararse con el vecino y verlo parecido a ti -en pobreza o en riqueza- relaja el estrés y la angustia social una barbaridad. A los que refunfuñan todo el día porque sólo ganan mil euros les recomendaría que fundaran una ciudad, Mileuropolis, donde todos sus vecinos ganaran mil euros y estuviera prohibido ganar más de esa cifra. Qué relax de repente ¿no? sin tener que pensar en cambiar de coche porque está ya viejo y te miran mal… ¿No tienes piscina? Nadie la tiene. Qué lujazo.
Lo dicen los psicólogos, la comodidad del dinero aburre. Comerse una pizza pedida por teléfono no es ni de lejos tan estimulante –ni tan barato- como comprar los ingredientes y poner la cocina hecha un asco mientras la confeccionas a tu gusto. La felicidad está más en el camino que en la meta, por eso los que ganan mucho dinero necesitan seguir ganando mucho más, para no llegar nunca del todo hasta el final del camino, donde el juego se acaba y empieza el aburrimiento... Digámoslo así, recapitulando: amar lo que se posee nunca es tan intenso como desear lo que no se posee. Por eso todos “queremos más” y luchamos por obtenerlo, pero ¿qué ocurre cuando, por un golpe de suerte, obtenemos lo que siempre habíamos deseado? Pues que de repente eso que acabamos de obtener se convierte en lo que “ya tenemos”, y pasamos de nuevo a desear más que lo que tenemos, sea eso mucho o poco. Y el círculo nunca se cierra. Y entonces ¿cuándo llega la felicidad? Nunca, por suerte. Por eso nos movemos, imaginando que un día obtendremos lo que queremos, pero sin saber que en ese imaginar –dentro del cerebro- está lo que buscamos.