viernes, 4 de noviembre de 2011

ÉCHAME A MÍ LA CULPA DE LO QUE PASE

Escucho en las noticias que en Rusia un tipo contactó por la red con otro internauta, lo invitó a su casa a comer pero en cambio se lo comió a él (como suena). Escuchando lo subliminal de la noticia daba como la impresión de que el malo no era el ruso caníbal, no, las malas son las redes sociales. Es extraño, porque cuando escuchamos que un mafioso le da la orden a un sicario, que está a mil kilómetros, de cargarse a un rival no nos presentan la noticia como “los peligros que acarrean los teléfonos”. Pero es que los humanos somos así, y aún hay quien piensa que la culpa de que la vida está cara la tiene “el euro”. Se lo escuché en plena subida de precios -recién llegada la nueva moneda- a una señora que protestaba ante su panadero “Hay que ver, las dos barras de pan se han puesto a un euro” “Sí, señora, qué subidón el de los precios ” respondió este. Y la señora se quedó tan relajada con la explicación. Ya ven, la culpa no era del panadero que había redondeado impunemente al alza el precio, sino del euro, ente abstracto y sin cuerpo ni alma donde los haya pero capaz, por lo visto, de descargar sobre los ciudadanos toda su mala leche. Si cien automovilistas se quedan atrapados en la cima de una montaña bajo una repentina y furiosa nevada la culpa no es de ellos, los excursionistas, que retan con descaro al invierno y a la naturaleza, la culpa es de los de Protección Civil que siempre llegan tarde (o peor, de los que no han echado antes sal en el asfalto) . Y es que no sabemos vivir sin echarle la culpa a lo primero que se mueva. Cincuenta mesas en un chiringuito de verano, el triple de las habituales, las dos y media, tardan cuarenta minutos en atendernos y hora y media en poner sobre la mesa el primer plato, y la culpa es… tachiin, … sí señor, de los camareros, que atienden a todos menos a nosotros (¿de quien si no?). Y de nada sirve jurar en siete idiomas que allí ya no volvemos más un domingo de agosto, porque esa sería la reedición del juramento que renovamos cada verano. Y es que el humano común, repito, es débil de pensamiento cuando se trata de conectar causas y efectos. Cree que el tocino “engorda”. No sabe que un plato de grasiento tocino con pan más un paseo ida y vuelta hasta Punta Candor puede ser equivalente en equilibrio calórico a un sandwich con lechugas y zanahorias más dos horas de butaca ante el televisor. Las patatas fritas engordan más que los espárragos, sí, pero también “Lo que el viento se llevó” engorda mucho más que un telediario. Claro que ya puestos a cargarle las culpas a otros hay un colectivo ideal con el que cebarse sin miedo a equivocarse, ¿lo han adivinado? sí, los políticos; nacionales, provinciales o locales, de este o de aquel partido (son de goma, no tengan miedo y carguen contra ellos…). Ayer en un noticiario del canal local de mi ciudad unos vecinos se quejaban ante la cámara del estado calamitoso del parquecillo ante la puerta de su bloque. “El Ayuntamiento no hace nada, ya ven ustedes” Y la cámara se recreaba por los parterres llenos de latas, papeles y otras suciedades, por los muros desconchados, por los bancos emborronados de graffiti. Y era verdad, el Ayuntamiento no hacía nada. Los vecinos, sentados a la sombra de un ficus sobre sillas cada una de un estilo, se daban a una amena tertulia; había también por allí diez o quince jóvenes haciendo gestos y bromas a la cámara. Varios musculosos, algunos bien bronceados, casi todos ociosos. Uno escuchaba música con un mp3 apoyado a una tapia, otros dos al fondo sesteaban sobre sus motos. “Y así llevamos, un año, oiga, y no vienen a arreglarlo”. En total conté no menos de cincuenta brazos. Brazos caídos. “¿Y por qué no se entretienen ustedes una tarde y dejan todo esto limpio como el mármol?” No, la pregunta no la formuló la periodista, se le ocurrió a la mitad anarcoide y anti-estado de mi cerebro. Pregunta obvia que nadie pregunta, como si cuando te roban la cartera en vez de correr tras el ladrón dejas tranquilamente que se te escape mientras esperas a que aparezca un municipal que se encargue del asunto. Porque es su trabajo, no el mío. Y me acordé, no sé por qué, de esas señoras de mi pueblo, que no conformándose con pasar la fregona por el soportal, sacan el cubo a la calle y friegan con esmero los metros de acera correspondientes a toda la longitud de sus fachadas, robándoles trabajo a los empleados de limpieza del Ayuntamiento. Anarcoides y anti-estado esas señoras, al parecer, como un servidor. La administración obliga a los fabricantes de patatas fritas a declarar cuánta grasa ingerimos por cada cien gramos. El día en que inste a los de la playstation a informar cuántas gramos de grasa dejamos de quemar por cada cien minutos de utilización tirados en el sofá del salón habremos por fin comenzado a entender cómo se reparten en esta vida las responsabilidades. Mientras tanto sigan echándole la culpa a lo primero que se mueva.